|Por José Luis G. Coronado|

Yo debía andar por los catorce o quince años cuando, refugiado del bochorno de una tarde de agosto, frente a un granizado de limón, rendía visita a una señora entrañable de la buena sociedad cuellarana, sabiendo que, como en ocasiones anteriores, iba a referirme alguna sabrosa historia de la villa que ella misma decía haber vivido o que le habían contado de primera mano y en voz baja personas bien informadas en el campo del comadreo local y las murmuraciones bellacas. A la penumbra acogedora del saloncito, por el balcón abierto, llegaba el rumor alegre y fresco de una fuente de cuatro caños, recién instalada en un jardincillo cuidado con esmero, cuyos rosales resistían impertérritos el sol de plomo y ennoblecían el entorno próximo con el aroma dulzón de unas rosas valientes, rojas, amarillas y blancas.

Mi amiga, como si lo que iba a contar no fuera un capítulo nuevo, sino la continuación de una interminable saga de vivencias y nostalgias, con una cadencia de voz casi monocorde, propia de las personas de audición limitada, comenzó:

-Hace muchos años pasó por Cuéllar como un cometa fogoso y enredador, un tipo bien parecido, alto y delgado, rubio de pelo crespo y ojos azul claro, que dijo haber llegado, después de muchas vicisitudes por media Europa, desde las estepas interminables del Cáucaso. Era un cosaco.

Como es imposible recordar las palabras exactas de mi amiga, porque de esto más de cincuenta años, voy a intentar contar la historia utilizando las mías:

…un cosaco oriundo de Kazán, apareció un Jueves de Feria en el ferial del Palacio, montado en una yegua vivaz…Después del triunfo de la Revolución Soviética en 1918 y la victoria del Ejercito Rojo sobre los blancos partidarios del zar, cientos de miles de nobles y combatientes vencidos se desperdigaron por el mundo huyendo del comunismo en un intento, muchas veces penoso, por rehacer sus vidas. Uno de ellos, llamado Mijail Tokarev, un cosaco oriundo de Kazán, apareció un Jueves de Feria en el ferial del Palacio, montado en una yegua vivaz y de no mucha alzada que enseguida llamó la atención de los entendidos, que siempre han sido muchos en la comarca de Cuéllar. Tokarev, que poseía el don de la afabilidad y una exquisita elegancia en las maneras, no tardó en trabar una conversación apasionada sobre caballos con media docena de avezados de la villa que se prolongó casi hasta media tarde en una de las casetas del ferial donde se servía buen lechazo y clarete de cosecha en mesas de tablas sin pulir y bancos de ripias mal clavadas. En esa comida, al calor de las últimas jarrillas de la sobremesa, se desafío al cosaco a aceptar una apuesta que ponía en cuestión sus habilidades como jinete y las excelencias de su bonita yegua. Tokarev aceptó el desafío, pero sin apostar nada, tan solo para dejar en buen lugar el honor que conllevaba su condición de oficial condecorado del ejército de Nicolás II, el último zar. En efecto, al día siguiente, viernes también feriado, mientras los globos de papel de seda coloreaban el cielo entre el castillo y la Vega, el capitán Tokarev salió airoso al primer intento del reto propuesto, que consistía en montar su yegua a pelo y al galope y cubrir en línea recta el trecho pelado que media entre la carretera de Segovia y la peña que corona la cuesta de Castilviejo.

Tokarev fue admitido y agasajado por lo más granado de la buena sociedad cuellaranaA partir de ese día, Tokarev fue admitido y agasajado por lo más granado de la buena sociedad cuellarana, se instaló en la mejor fonda y su yegua fue acogida y bien cuidada en la cuadra de una de sus recientes y entregadas amistades. Hacía tertulia en el casino, merendabas en las bodegas y los domingos, después de la misa de doce, compartía el vermut con los buenos burgueses por las castizas tabernas de la plaza. Hacía las delicias de todos con el relato interminable de sus épicas andanzas, narradas con modestia en un castellano dulcificado por la suave y cálida fonética eslava. Las mocitas casaderas le hacían ojitos mientras algunas casadas de buen ver jugaban a turbarle con puyitas picantes nunca demasiado osadas. El sabía complacer a todas sin perder nunca la sonrisa afable y manteniendo en cualquier situación las buenas formas de oficial cortés del otrora glorioso ejército fusilado Nicolás.

En poco más de tres meses, su integración social llegó a su clímax cuando consiguió convencer a uno de sus mejores amigos de cabalgadas para que hiciera de socio capitalista en un proyecto que el cosaco demostró tener muy bien pensado. Se trataba de poner en marcha en Cuellar un negocio de licores, una destilería, asunto sobre el que Tokarev demostró tener muchos y bien fundados conocimientos. La empresa se llamó Destilerías Colenda y se instaló en unos barracones construidos en la carretera de Segovia, a continuación de la serrería de la Resina y separados de ésta por el camino del Embudo por donde meten los caballistas el encierro en las calles de Cuéllar.

Mi amiga debió leer en mis ojos un punto de incredulidad porque se levantó, me dirigió una sonrisa condescendiente, salió del saloncito y enseguida volvió con una botella que depositó delante de mí en la mesita junto a la jarra de cristal y los vasos ya vacíos del granizado. En la etiqueta de la botella, amarillenta ya por la acción de los años, pude leer con claridad meridiana: “Anís San Miguel”, junto a una imagen esmerada del santo patrón y la referencia impresa del fabricante, que no era otra que Destilerías Colenda, Carretera de Segovia, s/n; Cuéllar (Segovia). Con aquella evidencia delante, ya no tuve la menor duda sobre el relato de mi amiga cuando me dijo que, además del anís, la destilería elaboraba un coñac con la marca “Castilviejo” y un ponche etiquetado como “El Henar”.

…además del anís, la destilería elaboraba un coñac con la marca “Castilviejo” y un ponche etiquetado como “El Henar”El negocio despegó bajo los mejores auspicios, pronto se empezaron a consumir los licores en el pueblo y su comarca, ya se tenían brillantes perspectivas a nivel provincial y nadie dudaba de que en un par de años a lo sumo los productos de las Destilerías Colenda darían el salto a la distribución nacional. Kolarev se mudó a una casa con cuadra y corral, llevándose con él, además de a su valiosa yegua, a la moza más lozana de las tres que le habían estado sirviendo en la posada.

Pero cuando todo parecía ir sobre ruedas, una especie de viento fatal se fue abatiendo sobre la figura de Kolarev. La primera ráfaga tuvo precisamente que ver con su criada cuando se empezó a correr la voz por el pueblo de que el cosaco la había dejado preñada. Aunque esa mancha en su trayectoria tal vez pudiera haber sido asumida por sus amigos, dada la benevolencia habitual de la burguesía con los asuntos de bragueta entre los amos y las criadas, el viento se transformó en huracán cuando su socio en la alcoholera tuvo conocimiento de que su hija más guapa también se había quedado embarazada. El hecho de que la muchacha tardara en reconocer que el padre era el cosaco fue lo que le salvó la vida a Tokarev. Avisado a tiempo por una dama amiga, tuvo ocasión de ponerse en fuga apenas una hora antes de que el socio burlado apareciera en su casa con la escopeta cargada. La última noticia que se tuvo de Mijail Tokarev la dio un pastor que dijo haberle visto sobre su yegua, al galope tendido, más allá de Pociague, en dirección a Peñafiel.

Transcurridos los meses de rigor, se produjeron los nacimientos, que al final no fueron solo dos, sino que hubo un tercero. Los tres fueron varones, y como ocurre casi siempre en estos casos, los tres salieron con la viva estampa del padre: rubios como el trigo y con los mismos ojos azules del cosaco.

-Tal vez por eso –finalizó mi amiga su relato-, ahora, cuando salgo de paseo, veo por la calle más rubios que antes-. Dejó su mirada suspendida en el aire, aspiró el diluido aroma de las rosas y, tras un suspiro que fue pura melancolía musito: -Mijail, ladrón, hay que ver lo guapo y buen mozo que era.

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