| Por José Luis G. Coronado |

Lo mejor de mi adolescencia está ligado al patio del colegio donde estudié el bachillerato.  La escalinata por la que se accedía, el terraplén que daba a las escuelas municipales, el frontón, la fuentecilla y el peral inmenso que sombreaba la semiladera silvestre, apenas frecuentada por la chavalería, que remataba junto a la tapia que daba a las eras en un sucinto gallinero alambrado. Los juegos de los recreos: el parió, la pelota, incluso el fútbol, se desarrollaban en un espacio que, cuando lo visité, ya solar, pasados los años y derrumbado el colegio, me pareció que era imposible que en ese espacio escueto hubieran cabido tanta actividad y tanta algarabía desatada. Durante los veranos, ese patio eran mis dominios. Y la Biblioteca Municipal, de la que fui encargado desde los catorce años, mi especial territorio, una especie de útero hecho de autores y de títulos que resultó ser el embrión de mis veleidades literarias posteriores y el núcleo duro de un pensamiento que se fue forjando en aquellas tardes interminables de verano con los restos purgados de lo que había sido en tiempos de la República una biblioteca dignamente dotada. No obstante la purga, allí estaban, como un tesoro residual, los tomos bellamente encuadernados de las cuarenta y seis novelas de Galdós que conforman los Episodios Nacionales y que, para estrenar mi oficio prestado, me leí de un tirón, empezando por la Primera Serie, los diez títulos que hacen referencia a la Guerra de la Independencia, de “Trafalgar” (1873) a  “La batalla de los Arapiles” (1875), sintiéndome mimetizado en Gabriel Araceli, el protagonista adolescente que va contando las historias en primera persona. Y continuando con los diez de la Segunda, desde “El equipaje del rey José” (1875) hasta “Un faccioso más y algunos frailes menos” (1879). La Tercera Serie son los diez tomos de las guerras carlistas y la regencia de Mª Cristina, que van de “Zumalacárregui” (1898) a “Bodas reales” (1900). La Cuarta, en torno al reinado de Isabel II, que empieza con “La tormenta del 48” (1902) y acaba con “La de los tristes destinos” (1907). Y para terminar, la Quinta (inconclusa) que empieza con “España sin rey” (1908) y acaba con “Cánovas” (1912).  Con aquel cimiento histórico, pude adquirir una idea del mi país que todavía me sirve para explicarme muchas de las cosas que están ocurriendo hoy en día en España. Milagrosamente, también me encontré, salvada de la purga, una buena edición de “La regenta”, de Clarín. Y para terminar de infestar mi esponjoso corazón adolescente, quedaban cuatro novelas de Blasco Ibáñez, de las menos virulentas políticamente, y un tomo inaudito de los “Cuentos Valencianos”, muchos de los cuales, hoy, más de medio siglo después, todavía puedo repetir de memoria. Como solo tenía tres clientes, el cabo de los guardias municipales, la hermana mayor de las telefonistas y el maestro Isidoro Tejero, me hice un experto manipulador de informes y estadísticas sobre usuarios y libros prestados, con don Teodoro Calonge haciendo la vista gorda, con objeto de que nos siguieran enviando periódicamente novedades de Segovia. Y así fueron llegando a la Biblioteca de Cuéllar Cela, Delibes, Ferlosio, Gironella y un poco del aire fresco de la nueva literatura que se estaba haciendo por esas fechas. Cuántas horas de lectura durante el curso a cambio del salón de estudio común de por las tardes y la consiguiente abstención del Santo Rosario que el resto de los alumnos tenían que rezar como obligación diaria. Muchos años después, en una taberna de tipo escocés que acababa de inaugurarse en Cuéllar, pude ver en anaqueles de adorno muchos de los tomos que habían iluminado febrilmente mi adolescencia. Los distinguí porque todavía mantenían bien visible el sello de la Biblioteca Municipal que yo mismo había estampado en muchos de ellos. Cuando pregunté por aquella circunstancia, me explicaron que, al desaparecer el colegio, los fondos de la biblioteca se habían enajenado al peso. Pobre pueblo.

Aparte de mis obligaciones como bibliotecario, tenía otras dos tareas a mi cargo: ayudar a Pericaña, el carpintero, que aprovechaba el verano para restaurar los desperfectos que se habían producido durante el curso en pupitres y bancos y regar a diario los cincuenta y cuatro tiestos que adornaban los alfeizares de casi todas las ventanas del colegio. Y aun una tercera: cuidar del perro. El perro era un mil leches negro, de media alzada, que atendía al nombre de Rinti y que resultó ser un buen amigo y cómplice en aquellos días de incipientes amores y en aquellas tardes interminables de verano. En una ocasión, durante un recreo, tuve quizá mi primera inmersión voluntaria en el pecado con la colaboración indirecta de mi amigo el perro. Era un viernes de cuaresma y Enriquito Ortega, el hijo de un cirujano de igual nombre que tenía dos o tres años menos que yo, había desenvuelto un suculento bocadillo de jamón del bueno y se disponía a darle el primer bocado cuando, sin apenas pensar en lo que hacía, me lancé hacía él y le arrebaté el bocadillo. Le miré con cara de admonición y puse cara de horror mientras le decía: “¿Qué haces comiendo eso? Es viernes de cuaresma y, si lo pruebas, pecas. Imagínate que te mueres después… ¡Irás directamente al infierno! Dámelo, se lo echaré al Rinti. Los perros no pecan”. Por supuesto, el pobre Rinti ni olió el jamón y para mí fue la primera vez en mi vida que tenía ocasión de degustar tan exquisita vianda. Aquel día aprendí que casi todo lo que es pecado resulta placentero y que pecar, compensa.

El aporte a mi educación que obtenía de mis veranos solitarios no se circunscribía a la literatura en exclusiva. También tenía tiempo para realizar incipientes incursiones en la investigación científica. Años después, me confortaría comprobar que Bertrand Russell no hacía distingos entre la filosofía y la ciencia al tratar el pensamiento de occidente. Para ello contaba con el pequeño y escasamente dotado laboratorio de física y química del colegio. Era un aula escueta, presidida por la tabla periódica de Mendeléyev, que ocupaba una pared entera, y apenas un escuálido parque de probetas, pipetas y tubos de ensayo. Un mechero Bunsen y la que para mí era la joya más preciada: un microscopio de una aceptable resolución óptica que me hacía sentir como un Anton van Leeuwenhoek observando a través de su lente cosas sencillas que me introducían a las nociones básicas de la biología. Ya había visto amebas y protozoos poniendo en los portas hojas secas y agua de los charcos, había observado el corte de un cabello, muestras de sangre y de saliva de modo que quise dar un paso más arriesgado en mi formación como investigador en ciernes. Se trataba de observar las diferencias, si las había, entre el líquido seminal de los perros y el de los humanos. Como es lógico, para llevar a cabo la experiencia necesitaba el concurso del Rinti que, ya adelanto, se mostró colaborador en grado extremo. Evito dar detalles sobre las manipulaciones que fueron necesarias para la obtención del flujo seminal de mi colaborador. Tan solo diré que para conseguir el mío recurrí a lo más artístico y selecto que pude hallar en la biblioteca y busqué la inspiración en tres estampas conmovedoras que por aquel entonces conturbaban mi incipiente y revoltosa sensualidad: la maja de Goya, las tres gracias de Rubens y la primavera en su concha de Boticelli. Una vez depositados los flujos en sendos portaobjetos y observados reiterada y alternativamente por el ocular, no consigo recordar a estas alturas si encontré, en caso de que las hubiera, diferencias cardinales. Lo que si recuerdo con nitidez es que, a partir de aquel experimento, el Rinti estrechó conmigo su amistad y que, cuando me despedí de él porque había terminado mi tiempo de colegial, detrás de su mirada triste y pesarosa me pareció ver un guiño de pícara y maliciosa complicidad.