|Por José Luis G. Coronado|

Ahora pienso mucho, pienso más que nunca, sin más anotaciones en mi agenda de nadas que la comparecencia obligada en las colas del INEM, me queda el día entero para pensar. Y la noche. El pensamiento se me hace un bucle en el alma y vuelvo la mirada hacia el pasado y me digo que hubiera debido pensar más, antes, cuando todo se me hacía afán y, ciego en el tener, me olvidaba de la cada vez más oxidada y humana condición de ser. Y es ahora, cuando no soy nada, apenas un parado de larga duración a expensas de las migajas de los restos del no banquete que se agota por días de lo que llamaban el estado del bienestar, cuando miro hacia atrás, veo lo inconsciente que fui con el mismo estupor que la bíblica mujer ante la leche derramada, ya imposible de recuperar. De nada sirve lamentarse, me digo, hay que mirar hacía adelante, pero es que ahora me da tiempo a pensar y lo que pienso es que en adelante, para mí, ya no queda nada de nada.

Era un muchacho cuando me sorprendió mi abuelo en el pajar mirando con una líbido recién estrenada a las espectaculares señoritas del Playboy. “Zagal, me dijo aquel cabrero soriano que había luchado en África, desengáñate cuanto antes. Esas mujeres no existen, y si existieran, igual que las casas grandes y los coches caros siempre serían de otros”. Como es natural, a esa edad no se piensa, y no le hice caso. He tardado muchos años en darme cuenta de la razón que llevaba el abuelo en su sentencia. Estando ya en la Universidad, escuché al viejo gaucho Atahualpa, el payador perseguido, que cantaba: “El trabajo es cosa buena, es lo mejor de la vida, pero el trabajo es perdido trabajando en campo ajeno. Unos trabajan de trueno y es pa´otros la llovida”. Tampoco quise prestarle atención. No me parecía necesario pararme a pensar porque, desde no se sabía cuando y tampoco se sabía donde, nos lo daban todo pensado y bien pensado. Y es ahora, cuando ya la cosa no tiene remedio, cuando me da por pensar que una de las cosas más atroces que nos daban pensada desde la niñez era que al principio de la vida, cuando la primera señora de la Creación fue castigada, como el gato de la fábula, por querer saber, no solo perdió el Paraíso (lo que podía entenderse como que todo paraíso solo es disfrutable en la ignorancia), sino que nos hizo a todos sus descendientes responsables solidarios de aquel pecado de curiosidad de la, de verdad, de verdad, auténtica primera dama. Y de la misma forma que nunca ha sido cuestionada, todavía hoy en día se da por fehaciente nuestra parte alícuota de la aquella severísima condena. A todos los humanos, por el hecho de nacer, se nos graba en el ADN el castigo que nos corresponde y que no es otro que el siguiente: “A lo largo de tu vida, tendrás que ganarte el pan con el sudor de tu frente”. Por extraño que parezca, a nadie parece haberle dado por pensar que el código del que se ha extraído esa pena podrá ser muchas cosas, pero, ahora que pienso yo, he llegado a la peregrina conclusión de que no tiene nada, absolutamente nada de democrático.

Y ahora, en las largas horas que paso en la cola del INEM, me ha poseído la certeza de que esa pena eterna y universal ha sido agravada sin avisos ni códigos mediante por esos que piensan por los demás, de modo que hoy, para ganarse el pan, ya no basta con vender el sudor, hay también que dejar el alma en prenda.