|Por José Luis G. Coronado|

Las mejores definiciones de patria no las han hecho los políticos, sino los poetas. De entre todas ellas, la que yo prefiero es la de Rainer Maria Rilke: “La verdadera patria de un hombre es su infancia”. Cuando ya empiezo a vislumbrar en el horizonte la última vuelta del camino, como tituló Baroja sus últimos años, uno vuelve a las primeras páginas del libro de su propia vida buscando en la memoria los primitivos cimientos sobre los que se fue construyendo, golpe a golpe y verso a verso, el efímero edificio de una biografía que inexorablemente empieza a estar amenazada de ruina. Si la patria es la infancia, la mía es el barrio de la Cuesta, y más concretamente, la calle Real. Hasta más o menos los diez años, como en los relatos del Nobel egipcio Naquib Mahfuz, del turco Orhan Pamuk o del hispano-luso Saramago, mi mundo era mi calle. Un ámbito redondo y diverso donde se fue diseñando la maqueta inocente de lo que después iría descubriendo a su tamaño a todo lo largo y ancho de un mundo que ahora se reconoce como una aldea global. En esa frontera sutil entre la memoria y la nada, en los registros medio velados ya del álbum de los recuerdos, uno siempre aparece con los ojos inmensamente abiertos, ignorante aun del sentido de ser, pero con una avidez deslumbrada hacia las novedades con la que se iba construyendo la experiencia de estar.

“Cuando llovía, era tiempo de practicar disciplinas como la bigarda o el hinque, que la pavimentación posterior dejó definitivamente olvidadas”Que el suelo fuera de tierra era un dato importante. Lo hacía practicable. Era sencillo cavar un hoyo o pintar un triángulo para jugar a las canicas en medio de la calle, bailar los peones, esconderse en la malla o en el bote, competir en las carreras de platillos o hacer el burro jugando a pico, zorro, zaina a la píndola y al parió. Cuando llovía, era tiempo de practicar disciplinas como la bigarda o el hinque, que la pavimentación posterior dejó definitivamente olvidadas. Muchos años después, me enteré que, fuera de mi calle, el mundo que nos rodeaba era un entorno gris y desangrado, que aquel fue en realidad el tiempo del ciprés y de su sombra alargada, pero a los ojos de un niño, el paraíso estaba limitado por la fuente del pilón, con su pila aneja y los dos caños, y la frontera con el Salvador, que arbitrariamente situábamos en la esquina con la calleja de las Vacas. Aquel oasis daba para colmar nuestra sed de vida y, hechos a la paz de aquella burbuja de fascinación y juegos, todo lo que estaba fuera de las lindes de la calle era territorio hostil, origen de las primeras incertidumbres y los primeros miedos.

Para admitir la idea de que la calle Real era un mundo en pequeño, solo hay que recordar que, en el terreno oficial, acogía el Registro Civil y la oficina de la Seguridad Social, que en lo tocante a autoridades teníamos de vecinos al jefe y al subjefe de los Sindicatos, al alcalde de Moraleja, al cabo de los municipales, al líder del gremio de labradores y ganaderos, al director de un banco, a tres funcionarios de prisiones, un telegrafista, un cartero, al menos tres guardas forestales a caballo y a un mozo de tan magnífico porte, que para envidia y admiración de los vecinos había conseguido formar parte de una élite de hombretones que servían de guardas de corps al Generalísimo Franco. En el terreno comercial éramos prácticamente autosuficientes, la calle albergaba dos tabernas, una lechería, un estanco que era a la vez ultramarinos, una carnicería, una pescadería, frutas, verduras y hortalizas en uno de cada cuatro portales, había un zapatero, un matanchín, una banda de músicos, varias modistas, un herrador, un colchonero, una peluquera y dos barberos. No había médico, practicante ni abogados, pero en aquellos años tan pegados a la madre tierra, tampoco es que los echábamos de menos. Nuestra iniciación temprana en el mundo del comercio eran los recados a las tiendas y ello supuso el estreno de una pequeña colección de frases hechas: Tres pesetas de carne p´al cocido que sea buena; cuarto y mitad de sardinas que sean frescas; un kilo de tomates pa´ensalada; una cuartilla de vino bien medida; y una que nunca he olvidado y que tenía que repetir en el estanco: un librillo de papel de fumar que no sea Jean.

El tiempo se medía de forma aproximada por la hora en que pasaban la yeguas hacia la Vega, las chivas de Mingo, las empaquetadoras de café cuando sonaba la sirena de la fábrica, de la tartana del panadero, el cartero y su cartera, y para iniciarnos en la relatividad del tiempo y hacernos impuntuales de por vida, la señora Rosa, que vendía la buena vinagre y pregonaba los entierros de cinco a cinco y media. Solo había que tener los ojos abiertos y dejarnos inundar por el latido “Sentados en la acera, sentíamos el latir de la vida…”constante de los días. Sentados en la acera, sentíamos el latir de la vida, y mirábamos pasar al lamparero-lañador, a la mujer que vendía recadillos de cordero, al pimentonero y su mula que venían de la Vera, a Luisillo de Pozaldez, un mendigo simpático y habitual que solicitaba la limosna cantando y bailando. También pasaba pidiendo un fraile capuchino orondo y grandón que obtenía sus dádivas haciendo la señal de la cruz a las vecinas piadosas. Recuerdo que tenía una mirada tan turbia y amenazadora que no descarto que fuera su presencia espectral lo que sembrara en mi casi recién estrenado corazón la semilla de la impiedad y el descreimiento que me han venido después acompañando y creciendo de forma contumaz a todo lo largo de mi vida.

Comparando y no igualando el recuerdo del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de ejecución, yo también recuerdo esta tarde, sentado al fresco en mi porche y viendo en lontananza las fértiles tierras del valle del Jarama, el día en que agarrado a la mano de mi madre fui a descubrir algunas inusitadas propiedades del hielo. Fue una mañana a la puerta de la pescadería del tío Viñejas y de la Tirita, mientras descargaban de la camioneta las cajas de género, cuando descubrí sobre el pescado algunos trozos de hielo que se habían resistido a diluirse tras la erosión del viaje. Movido por la curiosidad, robé uno de aquellos trozos, me lo eché a la boca y repetí en adelante la operación numerosas veces. Cuando el tío Botete empezó a vender los primeros polos convencionales, guardé cautelosamente, y nunca lo he desvelado hasta hoy, que al menos en el entorno de mi calle, yo había sido el secreto descubridor de los polos de pescado. Cierto es que los sabores a congrio, pescadilla, sardina o besugo moro los olvidé enseguida arrollado por los nuevos sabores a fresa, chocolate, limón y menta.

Hasta aquí el primer relato de esos primeros alientos con que nos íbamos asomando a la vida. El espíritu innato de exploración y pesquisa me fue llevando después hasta la Plaza Mayor cuando se corría la voz de que estaban poniendo las barreras, al Postiguillo a jugar al fútbol, canalizando por esa vía la hostilidad con los chicos de otros barrios, a alargar el viaje hasta la Fuente que Llueve y Las Lomas a rodar el huevo de Pascua, coloreado con las raíces de rubia que había que ir buscar en descubiertas organizadas hasta los lavaderos del Desángel o las regaderas de Santa Clara.

Pero esa es ya otra etapa, que dejo para otra entrega, de ese viaje apasionante entre la inocencia de la niñez y los albores de la razón que nacía. Es el tiempo en que uno empieza a adquirir la primera conciencia de que la vida en adelante tenía toda la pinta de que iba a ser una caprichosa sucesión de rosas y espinas, glorias y penas, amores y desengaños…