|Por José Luis G. Coronado| 

En vísperas de las elecciones generales del 1982, las encuestas apuntaban claramente la posibilidad de que ganaran por primera vez los socialistas. En una charla de barra, en el casino de la calle de Santa Cruz, alguien le comentó tal circunstancia a Basilio de la Torre, importante terrateniente local y hermano de la eximia poetisa. “Tatito”, que así se conocía en el pueblo al importante heredero, hizo involuntariamente una tesis en su escueta y esclarecedora respuesta: “A mí, tanto me da que ganen las derechas o que ganen las izquierdas… mientras se respeten las popiedades (sic)”. Tan clara exposición de sus ideas no era fruto de ninguna reflexión intelectual ya que “Tatito”, al contrario que su hermana Alfonsa, había tenido un corto recorrido académico: se decía que su periodo de formación había terminado drásticamente en la parte oral del examen de grado, cuando, preguntado por los cetáceos, respondió sin ambages que eran unos animalitos muy pequeños que vivían en las copas de los árboles. En efecto, los socialistas ganaron las elecciones y como acertadamente intuía Basilio de la Torre, se respetaron escrupulosamente las “popiedades”. Y ahí estamos. Desde las fuentes legislativas del Derecho Romano, pasando por el Código de Napoleón, aparentemente emanado de la Revolución Francesa, todo ha sido promulgación de leyes que han venido a reforzar el sacrosanto privilegio de la propiedad privada, a menudo arguyendo que tal derecho proviene de Dios. De nada ha servido que estudios enjundiosos sobre el origen de las propiedades apunten a que la rapiña, el abuso, el despojo puro y duro, el botín de guerra o la llana y simple usurpación están en el origen de los grandes patrimonios y las desmesuradas haciendas. En nombre y en defensa de ese derecho se ha vertido casi tanta sangre como la que ha inundado los campos en el nombre de Dios.

Cuando los padres de la actual Constitución quisieron poner unas gotas de progreso en el magno texto, incluyeron un concepto esperanzador: el posible carácter social de las propiedades. Papel mojado. Tan solo en una ocasión he tenido la oportunidad de ver en la práctica una aplicación sui géneris de tan alentador precepto. Fue una noche de invierno en Madrid en la que mi deambular de lobo solitario encaminó mis pasos al Frontón Madrid, que ocupaba casi todos los pares de la calle del Doctor Cortezo. El azar quiso que, compartido con otro apostante, acertara el mejor premio de la noche: la triple gemela. En la ventanilla de cobros, tuve ocasión de conocer a un matrimonio de universitarios, ella médica y él abogado, como las personas con las que iba a compartir las casi veinte mil pesetas de entonces a las que ascendía el premio de la quiniela. No tardamos en ponernos de acuerdo en que una buena forma de celebración era compartir unas copas en el Saratoga, un conocido cabaret justo en acera de enfrente, en los bajos de lo que entonces era el teatro Calderón. Hechas las presentaciones, al decirles yo que era de Cuellar, ambos se echaron a reír y para mi sorpresa me preguntaron a la vez si yo era amigo a conocía a don Basilio de la Torre. Les dije la verdad, que sabía quien era pero que no tenía con él trato ninguno. Entonces fue cuando me contaron lo que traigo a esta historia como el único ejemplo que conozco del uso social de la propiedad privada. Esta simpática pareja resultó haber sido compañera inseparable de “Tatito” cada vez que éste venía por Madrid a correrse sus juergas interminables que a menudo duraban una semana. El resumen de aquella información y la razón por lo que creo que viene al caso me la dio el ya abogado en ejercicio con el siguiente comentario: “Por entonces mi mujer yo éramos estudiantes y los dos conseguimos acabar las carreras quedándonos con parte de las propinas que don Basilio dejaba cuando pagaba las cuentas enormes de los tugurios más sórdidos y de las salas de fiestas”. Solo me queda añadir que, gracias a ser paisano de “Tatito”, la agradable pareja no consintió que yo pagara una sola ronda a pesar de que fueron alguna más que varias. En ninguna otra ocasión de mi vida he vuelto a tener la oportunidad de contemplar, y mucho menos a disfrutar, del efecto social de la propiedad privada.

No volví a saber apenas de Basilio de la Torre hasta que en una merienda de bodega me contaron sus últimos días, enfermo y solo, en un cuchitril destartalado de Torregutierrez. Durante su larga y ominosa agonía, parece ser que, en sus momentos postreros, tuvo ocasión de contemplar la ronda ansiosa de sus presuntos herederos, todos parientes lejanos, merodeando su lecho como buitres hambrientos y esperando, con una avidez que tenía mucho de carroñera, a que el ínclito “Tatito” terminara de exhalar su último aliento.

No sé si por esas experiencias y otras similares, unido a una más que probada ineptitud para sacar negocios adelante, hace tiempo que asimilé la evidencia de que jamás iba a ser capaz de escriturar a mi nombre la menor propiedad por pequeña que fuera. Pero, ojo, esas evidencias no han hecho en lo más mínimo que haya renunciado a buscar los rincones de felicidad que son accesibles al margen de los recursos que tengas. Os pongo un ejemplo: no hay dinero bastante para comprar la sublime sensación que se goza al dejar la mano tonta bajo la sábana y notar como el simple roce va poniendo albando las sedosas y dulces nalgas de la compañera.