Por José Luis G. Coronado|

Iba lamiendo y baboseando los días y las noches a sabiendas de que la raíz de mi pasado ya no era más que la hilacha de un palo de regaliz mustio y desflecado del que hacía tiempo se habían extraído los últimos restos de dulzor. Era como escuchar tumbado una matraca interminable de ruidos y rutinas, y el hecho de incorporarme a orinar constituyera un acontecimiento reseñable. No pasaba nada. Ni a mi alrededor ni en mi cabeza. Ni siquiera parecía posible la forma más o menos soez de alguna pena.

En ese tiempo, aprovechando un tibio impulso, configuré una acción que pretendía clave y que no pasó de ser un lunar en aquella blanca y tersa sucesión de nadas. Compré un canario. No como un adorno delicado y sonoro en aquel ambiente tristón y desvalido, sino con la malvada intención de que me sirviera de cómplice y pretexto en un proyecto de turbiedad alentadora. Hice de él mi inseparable amigo mientras vivió. Ocho días, en los que simulé con él una pasión desenfrenada y entregué a su compañía lo mejor que hallé en mi carácter malherido y apolillado. Soplábamos a modo. Yo a gollete y él en dosis de pájaro que le suministraba con rigor mediante el cuentagotas de un colirio. Ron, le pegábamos al ron. Al principio, encontramos ligeras disonancias que se fueron disipando en poco tiempo. Los canarios, al contrario que las personas, dejan de cantar cuando se embriagan. Para compensar, se hacen mucho más proclives a la confidencia. Dediqué los primeros días a vaciar mi corazón en su presencia y pasábamos las horas muertas mirándonos los ojos en una actitud de arrobamiento y entrega. Cuando al fin me comprendió, pasé a la acción.

Se lo dije a ella y le advertí que debía ser en sábado. Como siempre, ni estuvo de acuerdo ni dejó de estarlo. Así es que solo quedaba esperar a que el sábado llegara. Preparé todo meticulosamente: obtuve entradas para las mellizas, conseguí un ron antillano de calidad superior a la media y grabé un par de horas de música melódica procurando alternar sutilmente los lamentos de un chelo y los desgarros de un saxo. Las dosis de licor estaban medidas y tasadas. Ella me veía hacer y no mostraba hacía mi aparente agitación otra cosa que su mirada evanescente y vacuna, como si pudiera ver a través mío y lo que hubiera tras de mí careciera del interés más nimio. El viernes, como en una despedida de solteros, el canario y yo nos corrimos una juerga apocalíptica, cerrados en mi cuarto y despachando una botella de ron en partes escrupulosamente armónicas. Le canté como colofón mi versión de “Tatuaje” y me pareció observar en su mirada un atisbo de aprobación hacía mis gritos. Decididamente, estábamos de acuerdo.

-Desnúdate, cariño- rogué con el tono más dulce que pude lograr. Y ella, lentamente, pero sin la menor pasión, fue obedeciendo hasta quedarse de pie, sin nada encima y a la espera de otras órdenes en aquel rosario de apariencia absurda, dadas las circunstancias.

-Échate como tú sabes- y ella se tumbó en la cama, con las manos enlazadas bajo la nuca esponjándose el pelo, los pechos un tanto vencidos a los lados y los muslos entreabiertos dejando atisbar una sonrisa oscura, frente a la cual nunca había sabido a qué atenerme.

Allí estaba, yerta y un punto procaz, como al borde del sumidero de una juventud que nunca fue frondosa, varada en una actitud sin garra alguna, capaz de anegar, asfixiar y evaporar toda intención de acercamiento obsceno.

Una tenue morbidez envolvía el ambiente y todo transcurría bajo la cadencia sutil y seductora del chelo. La media luz, mi bata de seda y ella entreabierta, sin que su rostro expresara la menor esperanza de quimera. Sin prisa, me arrodillé entre sus piernas y fui aplicando como a una herida mi cuentagotas. Ella se fue abandonando poco a poco, cerró los ojos y fue dejando que se le abriera en sonrisa lo que hasta ese momento no había más que un rictus de sequedad y hastío. Cambió la música y un saxo inverosímil fue llenando la estancia de jadeos. Era el momento. Introduje con mimo unas gotas de ron y exhorté a mi canario a que cumpliera. El pajarillo fue libando la mezcla de licores como ajeno al acentuado vaivén que iba absorbiendo su cabeza lentamente. El saxo, de pronto, pareció estallar entre lamentos y una derrotada crispación se dibujó un instante en rostro de ella, que solo un instante después recuperó su máscara de alejamiento y apatía. Cuando extraje la mancha lacia y amarillenta de mi pájaro, todo había terminado, sin gloria y sin milagro.

Los días volvieron a hacerse inconfesablemente iguales y mi vida volvió a su ritmo estragador y reacio. Aunque fuera tal vez entonces cuando atisbé la mísera certeza de que toda situación provisional se perpetúa y todo planteamiento efímero se va haciendo, por el contrario, concluyente.