|Por José Luis G. Coronado|

La sombra de las acacias de la plaza era el único signo amable en aquel mediodía de agosto en el que Rubén Vidal regresaba solo después de haber despedido a Lucas Tuero en el crematorio de La Almudena. Se había aflojado la corbata casi hasta la mitad del pecho y la chaqueta le colgaba plegada bajo el brazo izquierdo. Con el deseo instintivo de mantener aparcada en un rincón de la mente la angustia de los últimos días, se dejaba abatir por el calor de plomo que derretía el entorno hasta que, como un autómata, dejó que los pasos le llevaran hacía el aire acondicionado del bar del rincón y la promesa intuida de una jarra de cerveza helada. Una vez en el local, pequeño y acogedor, apenas cuatro metros de una barra vacía, a la vez que acomodaba la vista a la penumbra, sintió un escalofrío en los riñones cuando le dio de lleno el chorro del aire sobre la espalda sudada. Mientras sus pupilas se iban haciendo a la umbría, distinguió la silueta de Silvia, la camarera, que estaba esperando a que se acomodara en el taburete del fondo para preguntarle si quería beber algo. Pidió una doble muy fría. La chica levantó la tapa del arcón de los helados, sacó una jarra de barro escarchada y la llenó del grifo del barril. Cuando se la puso delante pareció como si el mundo entero fuera un secarral y ella la sacerdotisa encargada de mantener el único manantial de bebida fría. Pero Vidal no reparó en ella, ni en su mirada de garza, ni el canal de sus senos, aspectos ambos que siempre le habían atraído de la camarera. Se llevó con avidez la jarra a los labios y la hubiera apurado de un trago de no haber sido porque la excesiva frialdad del líquido hizo que le explotaran las papilas, sintiera un pinchazo agudo en las quijadas y se le saltaran las lágrimas. Dejó un instante que se calmara el impacto súbito del primer trago y, sorbo a sorbo, pero todavía con ansia, apuró la jarra. Pidió por señas una segunda y antes de que Silvia se la sirviera tuvo una primera …recordó que en los bares no se podía fumar y que hacía casi dos semanas que lo había dejado.aproximación a la burbuja de irrealidad en la que había estado instalado las últimas semanas. Su primer contacto con la vida fue un imperioso deseo de fumar, se palpó buscándose el tabaco pero en seguida recordó que en los bares no se podía fumar y que hacía casi dos semanas que lo había dejado. Cuando tuvo la segunda jarra frente a él, levantó la vista y pudo ver su propia desolación en la mirada atribulada de la camarera. Silvia no dijo nada, conocía a su cliente hacía tiempo y sabía que se trataba de un hombre taciturno y sereno al que en ese momento había que respetar en su silencio privado. Cuando Rubén levantó el gesto para llevarse la segunda cerveza a los labios, sorprendió su propio rostro entre las botellas reflejado en el espejo de la barra y lo único que le dictó el cerebro fue que estaba contemplando las primeras y rotundas tribulaciones del testaferro de un muerto. Así se lo había dicho el mismo Lucas Tuero, exactamente en esos términos, en el último momento en que los fármacos paliativos le habían permitido articular la media docena de palabras de aquel discurso escueto. Hacía ya setenta y dos horas de eso. Cuando intentó volver a beber de la segunda jarra, una ligera nausea le hizo notar el estrago que había causado la primera en su estómago vacío. Cayó en la cuenta de que, en los últimos dos días, apenas si había tomado media docena de cafés de máquina. Cuando tomó la jarra de nuevo para volver a beber, definitivamente, ya no pudo hacerlo porque un enjambre de mariposas amargas le ascendió por el esófago y únicamente se sintió capaz de sacar del bolsillo un billete de cinco euros, dejarlo sobre el mostrador y salir al horno de la plaza tras dirigir una mirada fugaz a la camarera en un gesto de leve y apresurada despedida. Bajo las acacias, como despreciando las sombras y las horas, avanzaba a pasitos cortos la estampa siniestra de un anciano vestido de riguroso negro que llevaba colgando de su brazo izquierdo la capillita de alguna virgen olvidada y tras él un gatazo gris y legañoso que, casi reptando, le seguía los pasos. En ese momento, Rubén Vidal estaba aceptando su porvenir con la misma extrema docilidad con la que un niño acepta su destino. Su piso estaba dos plantas por encima del bar y le gustó, al cruzar la puerta, que todo estuviera cerrado y, a pesar del calor, agradeció verse envuelto en la penumbra quieta, apacible y acogedora del salón. Tiró la chaqueta en el sofá y se quitó los zapatos. Cuando, al cabo de unos instantes, rompió a sudar, se dirigió al dormitorio, se quitó la ropa y supuso que antes de acostarse a morir le vendría bien una ducha prolongada y reparadora. Bajo el chorro, consiguió no pensar en nada el tiempo que tardó en salir agua medio fresca. Al fin se hizo cargo de que un eslabón de su vida se había cerrado y que se abría ante él, otra vez, el incierto y eventual horizonte de la nada.