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|Por Pablo Quevedo|

Antes de las seis de la mañana, el amigo Alfonso y un servidor ya estábamos los primeros ante los ventanales de las taquillas. Levantaba una madrugada sin relente, en vísperas del 40 de mayo.

Era la primera vez que estos dos casi imberbes, a los que se veía de lejos el pelo de la dehesa, iban a asistir a un festejo en la catedral del toreo, la plaza más importante del mundo.

El madrugón merecía la pena: Antoñete, Curro Romero y Curro Durán.

Con la ilusión de unos debutantes, esperábamos la llegada de las 11 de la mañana, cuando abrieran las taquillas, para adquirir nuestras dos entradas y cumplir el sueño de confirmar alternativa como aficionados.

Con las primeras luces del día, un curioso personaje se arrimó hasta nosotros. Era un prenda de vuelta de todo que enseguida guipó nuestra inocencia. Tras el primer cruce de palabras, nuestro acompañante nos bajó de la burra: “las taquillas no van a abrir, no hay papel para esta tarde”. No podía ser, todo nuestro gozo perecía ahogado. No queríamos dar crédito a la evidencia y no íbamos a tirar tan fácilmente la toalla.

A la vista de que el pájaro sabía mucho más que nosotros, Alfonso y yo convenimos en ganarnos su confianza. Eso, en nuestro pueblo, donde más fácil se consigue es delante de la barra de una cantina.

Turnándonos, para no perder el sitio ante la puerta de la taquilla (por eso de que más vale un por si acaso que un quién lo iba a decir), unas veces el uno y otras veces el otro acudíamos al bar con nuestro cicerone taurino. En cada visita, el tipo se atizaba un sol y sombra que haría arder Troya.

Entre pito, trago y surco, el tío nos fue desgranando lo que se cocía en esas Ventas del Espíritu Santo de grandes faenas y alguna bajeza.

Con el paso de las horas y la claridad de la mañana, varias personas de pelaje variado se fueron sumando a la cola de la taquilla que Alfonso y yo encabezábamos.

Los comentarios de que las taquillas no iban a abrir cada vez eran más frecuentes entre el personal. Pero nada ni nadie nos haría desistir de nuestro empeño.

Por fin llegaron las 11 de la mañana. Apareció un tipo con una hoja en una mano y tesafilm en la otra, para pegar ante nuestros morros un cartel anunciador de lo que todo el mundo, menos nosotros, sabía: “No hay entradas”.

Cabizbajos y en silencio, Alfonso y yo nos retiramos despacio de nuestro lugar de peregrinaje. Seguiríamos sin ver a Curro y a Chenel. Ni siquiera existía el Plus para aliviarnos. Nuestro debut como aficionados en las Ventas tendríamos que dejarlo para otro momento.

En esas estábamos, cuando vimos cruzar por delante de nosotros al elemento que nos había acompañado gran parte de la madrugada. Dicen que la Virgen se aparece a los más tontos.

“Qué pasa, chavales. Ya os decía yo que no había entradas”.

“Coño, amigo, nos hemos hecho un montón de kilómetros para ver esta corrida, teníamos una ilusión tremenda”. Nuestra cara de pardillos le llegó a lo más hondo.

Voy a llamar a un conocido para ver qué puede hacer. Esperadme aquí. Al rato, nuestro colega se presentó con un pinta que acababa de sacar de las páginas del Lazarillo.

Mira a ver si tienes algo para estos dos amigos míos.

¿Qué queríais?

Dos andanadas-, aseguramos nosotros, conscientes de nuestras limitaciones.

Tengo todo vendido, pero por venir de parte de éste, os puedo dar dos andanadas por 3.000 pesetas cada una.

¿Tres mil pesetas?, si no las llevamos ni entre los dos juntos-, le contesté al perla.

Hazles un favor a los chavales, hombre, que me han caído bien-, dijo nuestro valedor Tras muchas vueltas y más negativas, el reventa dictó su última palabra: 700 pesetas cada una. Alfonso y yo nos miramos. Era lo que había. Si quieres lo coges y si no lo dejas. Y lo cogimos, no sin cierto pesar, al ver que estábamos pagando una fortuna por unas entradas cuyo precio en taquilla era de menos de 100 pesetas. Lo que ocurrió aquella tarde en esta plaza de toros de Las Ventas está recogido en la memoria del taurinismo como uno de los momentos más mágicos de su historia. El maestro Joaquín Vidal lo definió de esta manera: “Si el toreo es ciencia, ahí estuvo ayer Antoñete. Si el toreo es poesía, ahí estuvo ayer Curro Romero”.

El próximo 7 de junio hará 30 años justos de esta historia que les cuento, un sueño tan real como que ahora, 30 años después, Alfonso Rey Senovilla, mi amigo Alfonso, presenta sus dos grandes pasiones, la pintura y los toros, en una sala de esta cátedra del arte taurino que lleva por nombre el del gran torero del mechón blanco, ante cuya verdad caímos rendidos una tarde que nunca nos quisimos perder.

(Texto de la presentación de la exposición de Alfonso Rey Senovilla en la Plaza de Toros de Las Ventas de Madrid, el día 1 de mayo de 2015).