|Por César Quintanilla|

Tenía la mañana libre, pensé en acercarme a la ribera junto a los acantilados que tantas veces me hicieron compañía, sin embargo un sonido metálico hizo que cambiara de idea esa mañana. En aquel pequeño apeadero de tren de vía estrecha se encontraba un tren en espera de la llegada de otro ya que era un cruce de vías. Hacía mucho tiempo que no viajaba en tren y recordando tiempos pasados cuando los viajes en tren eran más asiduos, decidí sacar un billete con el propósito de recrearme en el trayecto, de apoyarme en el asidero de la ventanilla, de ver pasar la vida surcada entre los raíles en los que circulaba ese tren de vía estrecha.
Comencé echando de menos el intercambio de saludos y buenos días con el encargado y a su vez jefe de estación, al despacho de billetes le habían cambiado por una máquina expendedora, sin billete no podías entrar ni siquiera salir del apeadero cercado como se cerca al ganado para tenerlo controlado. Atrás quedaron las cantinas, el cantinero y el hombre regordete con mono azul, un cigarro en la comisura de los labios y un vaso a punto de beber, ya nada de aquello quedaba y todo a cambio de máquinas inteligentes, de puertas y tornos automáticos que sólo obedecían al código de barras de aquel pequeño trozo de papel cartón que era el billete.
Que sentimiento de frialdad el que dilataba los minutos de espera, poco más de seis o siete pasajeros con tan sólo una similitud entre todos, un teléfono móvil. En ese apeadero, nadie era nadie, sin embargo dentro de aquellos teléfonos móviles cada cual vivía una vida sin fronteras, una vida muda, sin palabras, sin el valor de una mirada ajena.
Llegó el tren y como autómatas buscamos asiento procurando estar lo más distanciados los unos de los otros, yo busque un asiento de ventanilla porque conocía el trayecto y quería volver a disfrutar de aquel paisaje.
Viajar en tren y comparar un antes y un después, es como comparar la risa con el llanto, el frío del calor, la confianza y la desconfianza, no en vano en ocasiones hay personas que ponen sus bolsos, mochilas o pertenencias en el asiento paralelo al suyo para no tener compañía. Ninguno se dio cuenta si salíamos o entrábamos en un túnel, si el paisaje era o no digno de fijar la mirada en la ventanilla, y resulta extraño porque todos hablaban pulsando la pantalla de sus móviles, me parecía que estaba en un tren fantasma.
En uno de los apeaderos antes del fin de trayecto, subió una mujer con un pequeño carro de la compra, se sentó frente de mi. Curtida en años me pareció ver una vida de trabajo en su semblante y cual fue mi sorpresa que la comenzó a sonar su teléfono móvil…
– Si hija, estate tranquila que yo le recojo….. si… si mujer ya lo he comprado yo…..no,…..no hace falta que compres nada…. bueno estate tranquila que si me da tiempo mujer.
Esa fue la única conversación que pude oír y bien alto porque la buena mujer no hablaba, casi gritaba intentando decir a su hija, que no se preocupara por recoger al nieto del colegio, que no comprara el pan porque lo había comprado ella. Guardó su teléfono e hizo una mueca algo liviana, como un “en fin qué se le va a hacer”, y era eso qué vamos a hacer si nos hemos vuelto demasiado egoístas. Valores como la amistad, el decoro o simplemente la comunicación verbal se van perdiendo y en muchas ocasiones nos damos cuenta tarde.
Es quizás el río que nos lleva o puede que nos dejemos llevar. Un viaje en tren, un pequeño trayecto sentado junto a una ventanilla sencillamente es un placer y la cuestión es que no puedes compartir cualquiera de los detalles porque nadie desea hacerlo.
Ves la soledad del momento cuando mirando por la ventanilla del tren te ves reflejado en el cristal, sucede que sin querer te estás mirando a ti mismo dejando pasar verdes campos y pequeñas aldeas, te preguntas si es racional tanto distanciamiento social en un vagón de tren, nadie pregunta si el tren va a su hora, o si falta mucho por llegar, nadie mira a nadie, todos los valores de comportamiento por los que pasamos horas aprendiendo se pierden.
Lo peor de todo es que esta nueva fórmula de comunicación se extiende como una plaga llegando a dejar muchos huecos de nuestras vidas vacíos, sin el calor directo de una buena amistad, de un entendimiento directo, de enfocar la vida como seres humanos comprensivos intentando entrar en diálogos más sustanciales.
Valores que se pierden y que mucho nos costará encontrar.