|Por Pablo Quevedo Lázaro|

Mis siempre queridas quintas y apreciados quintos,

Tras mucho trasegar arriba y abajo, perrear sin pudores y actuar de pendencieros, dándonos a la mala vida que mucho hemos disfrutado, las nefastas compañías de las que tanto hemos aprendido y una holgazanería sin arrepentimiento, atravesamos el ecuador imaginario de nuestra existencia, al menos aquellos que todavía aspiramos a vivir 100 años.

Echando la vista hacia atrás, podemos asegurar que llegar hasta aquí no ha sido fácil. En nuestra infancia no tuvimos ipads ni play station con los que entretenernos, por lo que debimos echar mano de juegos tan sucios, chuscos y callejeros como las canicas, la chirumba o las peonzas de verdad, rechuz con punta de metal redondeada que taladraban las palmas de nuestras manos, y no esas virguerías que ahora se inventan con colores de puticlub para hacer la cobra o la licuadora. Para más inri, nos obligaron a interrumpir nuestra educación para empezar a ir al colegio.

La adolescencia fue traumática, sin wifi, sin teléfono móvil y sin forma posible de wasapear con los colegas de la cuadrilla. Así no había manera de tontear con nadie como Dios manda. Había que hacerlo en la calle, de frente y por derecho.

Todavía nos resulta imposible de entender cómo pudimos sortear nuestra juventud sin un Facebook en el que colgar nuestro perfil y ver las fotografías del amigo en la playa de Punta Umbría. Y dónde estaba entonces el inventor del Twitter, el lugar donde contar nuestras vidas en 140 caracteres. No nos quedó más remedio que adoptar el cheli como lengua de expresión, pues los emojis no estaban ni en periodo de gestación.

Con estos mimbres, ¿quién se hacía adulto de provecho y útil para la humanidad? Nos obligaron a crecer en una sociedad que avanzaba a paso de triciclo, con un internet que era una quimera y un padrecito google que todavía estaba en las nubes. Y como única wikipedia posible, toma los 25 tomos de la Larousse ó de Salvat y echa a correr.

Nosotros sí que hemos sufrido crisis y qué crisis. La del petróleo, la del ajuste económico, la de Lehman Brothers, la crisis matrimonial y ahora la del Brexit. Y no os digo nada si mañana gana El Coleta. Que Dios nos pille confesados y a ver quién sale indemne de este nuevo terremoto (lo digo por el Brexit, no por El Coleta).

Así de petardo está el mundo en el que se ha hecho una mocita esta generación del baby boom, bendita generación de los nacidos en el 66, a la que se demoniza y culpabiliza de todos los males de este mundo, de todas las pestes habidas y por haber y hasta del poco halagüeño futuro inmediato, por ser la responsable de dejar en la bancarrota la sanidad, la seguridad social y el sistema de las pensiones.

Por favor, no le digáis a nadie que yo nací en el 66, entre otras cosas, porque aparento muchos menos años y no os van a creer. Ni siquiera mi madre, que está convencida de mi eterna juventud.

Aunque esta generación la llevamos en los genes y no podemos ocultar que la tenemos marcada a fuego como el becerro muestra el hierro de la ganadería que le vio nacer. Para bien o para mal, llegamos a este mundo en 1966 y eso determina una forma de ser, de ver y de comportarse para toda una vida.

Así pues, como esos grafitis que todavía se ven sobre las fachadas de adobe de los pueblos de Castilla, es de recibo brindar y proclamar: VIVAN LOS QUINTOS Y LAS QUINTAS DEL 66.

(Pregón de la fiesta de los quintos nacidos en 1966, celebrada en Cuéllar el 25 de junio de 2016.)