|Por Gustavo Gómez| |Foto: Álvaro Bayón|

Es África una línea de montaña recortada entre el mar y el horizonte que observo desde el balcón del apartamento de Los Caños de Meca (Cádiz) donde paso parte de mis vacaciones. A apenas 14 kilómetros en línea recta comienza un continente simplificado casi siempre a las películas de Tarzán en blanco y negro que de pequeño veía los sábados por la tarde. Entonces el mundo era eso, un mundo. Inabarcable casi por definición. Y, por eso, lo más exótico de mi casa eran las fotos en blanco y negro de mi padre haciendo la mili en Sidi-Ifni. O sea, Marruecos. O sea, África.

Pero están esas imágenes, de un joven cuellarano con un zemet en mitad del desierto, o rodeado de otros chavales, amontonados y todos con el pelo rasurado con aspecto de locos, guardadas en una caja, junto con otras de comuniones, bautizos y demás eventos familiares que representan nuestra memoria gráfica más añeja.

Vamos, que mi padre pasó en África 17 meses. Bastante más al Norte y al Este de donde Tarzán vivía extraordinarias aventuras con Chita, aborrecibles cazadores blancos y porteadores negros que con desesperante frecuencia se caían por precipicios o eran comidos por cocodrilos. Pero muy cerca de donde reside Hassan, un investigador marroquí de Agadir con el que trabajo en Granada. Tampoco queda lejos Dakar, ciudad natal de mi querido y admirado amigo senegalés Agustin Ndour. Precisamente, con Agustin estoy rodando un documental que cuenta su viaje en coche entre Dakar y Granada. Un viaje de 3.500 kilómetros que transita por la que antaño era la Ruta del Oro.

Y es entonces cuando desde mi balcón gaditano piensa uno que el mundo ya no es tan grande. Pero me equivoco. Porque mi padre, a mi edad, ya había estado en África. Por no hablar de otros cuellaranos que hicieron historia atravesando fronteras.

Por ejemplo, Antonio Gala escribe en ‘El manuscrito carmesí’ que fue el Duque de Alburquerque uno de los primeros caballeros en acceder a la ciudad de la Alhambra tras la entrega de Boabdil.

Y, también por aquellos lares pero más tarde, un buen tropel de cuellaranos anónimos dejaron atrás la muy noble villa que les vio nacer para repoblar las Alpujarras. A principios del siglo XVII, tras la expulsión de los moriscos, el rey Felipe III prometió una parcela de tierra y otras ganancias a todo el que viniera a esta comarca granadina. Y hasta aquí viajaron paisanos nuestros, a echar raíces a mucha distancia del Mar de Pinares.

Más casos. También en la costa gaditana, en Tarifa, una estatua loa la labor del Rey Sancho IV de Castilla por la defensa que hizo ante los ataques benimerines. Cabe suponer que la cohorte de este monarca estaría también poblada por cuellaranos que se fueron con él tras su paso por nuestra villa.

Pero es que resulta que, sin irse tan hacia atrás en la historia, uno de mi quinta, Víctor Manuel Laguna Núñez, le dio por hacerse marinero y se enroló en el buque Juan Sebastián Elcano, en el que dio la vuelta al mundo.

A lo que voy es que este ir y venir por tierras desacostumbradas forma parte del ADN del ser humano. No en vano, este año se alcanzará la mayor cifra de personas migrantes en la historia de la Humanidad.

Así que cuando vuelvo a mirar la línea recortada de África en el horizonte me entran muchas ganas de cruzar fronteras, como ya hizo mi padre, como hicieron las caravanas de la milenaria Ruta del Oro que llegaba hasta Al-Andalus, adonde emigraron cuellaranos para repoblar tierras. Y siglos después, siguen haciéndolo tantos y tantos otros en diferentes continentes. Despidiéndose del castillo y la isla mudéjar en un largo hasta luego.

Porque una cosa tenemos en común todos los que, antaño y ahora, pisamos lugares allende los pinares: estamos deseando que llegue el último fin de semana de agosto para volver a Cuéllar y gritar, fuerte, ‘¡A por ellossssssss!’

Felices fiestas a todos.

 

PD: Si conoces a algún cuellarano que haga vida allende los pinares coméntalo en este post. Seguro que la lista puede darnos muchas sorpresas y alegrías.