|Por Fernando Cárdaba|

Últimamente me vengo fijando en unos objetos habituales. Las vallas. Esos objetos más o menos grandes que sirven para cercar un espacio determinado; para poner límites o prohibir el paso; para marcar una senda o protegerse de algo; para marcar propiedades o para evitar peligros… No es que me fije en todas, porque a cada paso que das te las encuentras, pero sí me fijo en algunas y me dan qué pensar. Y las hay de muchos tipos.

Hay vallas que delimitan una propiedad privada. Verjas que adornan muros de una casa con jardín, una huerta o una finca particular. Está claro que las vallas te dicen “esto de aquí dentro tiene dueño y no puede pasar cualquiera”. Bien. Vivimos en una sociedad en la que la propiedad privada es una institución sobre la que se sustentan las relaciones económicas de las personas. Está claro que hay una tendencia a privatizarse todo, a comernos lo que era público para convertirse en bienes particulares. Y para dejarlo bien claro ponemos vallas. Cada vez más. Personalmente me irritan sobre todo las que encuentro por el campo, en el pinar, a la orilla de los ríos, en la montaña, en algunas playas. Seguramente muchas tengan una razón de ser lógica, pero dudo que todas la tengan. Para reconfortarme me imagino cómo sería el espacio natural donde me encuentre en la época prehistórica… ¡Seguro que no había vallas!

También hay vallas funcionales y provisionales, esas típicas metálicas que se ponen para algún evento concreto y después se quitan. Me llamaron la atención – por la cantidad y la forma de las mismas- las que, en un abrir y cerrar de ojos, se colocaron con motivo de los campeonatos del mundo de ciclismo adaptado en Cuéllar. Se delimitaba el recorrido en su inicio y final al tiempo que se trataba de evitar peligros de cruces en el desarrollo de las pruebas. Parecidas a esas se suelen colocar por ejemplo los días de mercado para que no se aparque en el recinto de la plaza de la Soledad. Son de quita y pon, provisionales.

-Muros, barreras, fronteras; vallas sencillas o complejas; cercas que separan y segregan; que protegen, que impiden, que molestan… Vallas en todos los lugares.-

Sin embargo, ese carácter de eventualidad no lo tienen algunas de las vallas azules que vemos por nuestro pueblo a causa de posibles derrumbes de edificios privados o públicos. Esas vallas restringen el paso normal por algunas calles y llevan años en esos lugares sin que haya visos de que la situación que propicia su uso se solucione.

Algunos ejemplos. La calle de la Excadena – tan singular por ser una calle céntrica de escaleras – , que bien merecía una restauración, es el reino del estiércol de las palomas y las vallas azules desde hace demasiado tiempo. Ahora se le ha sumado en la misma zona la calle San Francisco, perpendicular a Carchena, y también un tramo de la calle Magdalena, al lado mismo del albergue juvenil. Años también llevan las de la calle Camilo José Cela que dan al muro del parquecito de Los Rosales. En fin, vallas provisionales que devienen en perpetuas.

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Otras vallas provisionales son las verjas de las obras. Hace unos años proliferaban, ahora no. Ahora, las que quedan, también permanecen perennes. Y al otro lado no hay actividad. Se queda parada la obra y queda una estructura de hormigón, material que quizá ya no valga, acaso un andamio o un cartel de “próxima construcción” entre la enredadera que crece y trepa por los hierros de las mismas vallas.

Especial vergüenza causa a cuellaranos y cuellaranas las estructuras de hormigón situadas al lado mismo de la iglesia San Martín, visión ineludible para los turistas que suben a las remozadas murallas o a lo alto de nuestro castillo. Despropósito era ya que se aprobara esa promoción de vivienda en ese entorno, “Los Altos del Palacio” se llamaba. Ridículo es que tengamos que soportar el error de algunos el resto de los ciudadanos. Más de uno ha sugerido algún tipo de acción artística en las moles de cemento que intente redimirnos de la humillación de verlo todos los días. Yo también lo sugiero y apoyo, pero claro, es una propiedad privada rodeada de vallas… Al paso que va la burra posiblemente dentro de unos siglos se estudie y se incorpore dentro de los “estilos arquitectónicos” de la época conocida como “el pelotazo”…

Y hablando de esa época y sus protagonistas, los bancos, o entidades de crédito que nos hicieron creer el cuento del crédito fácil y ahora pagamos sus consecuencias sin que ellos lo sufran en su cuenta de resultados; ellos, digo, también tienen sus propias vallas. Son esas cintas que nos ayudan a los clientes a guardar la cola. ¿Nos creen tan incivilizados o es una estrategia de status? ¿Será cosa mía o somos como el ganado que va uno a uno al redil? En fin, eso no es lo peor de los bancos, por desgracia…

Hay otras vallas que “protegen”. Últimamente ponen muchas salvaguardando el Congreso cuando la gente clama por una democracia real. Blindan a los representantes del pueblo y lo protegen del pueblo mismo. Para no tener que escucharlo. Son vallas del miedo a que cambie el statu quo, demonizando a quienes claman por una política de personas y no de finanzas. Muchas vallas.

Y luego hay vallas de la infamia, esas que sitúan fronteras y son cada vez más altas y más dañinas, inclusive con cuchillas cortantes. La diferencia de estar en un lado u otro parece sustancial. El deseo de saltarla aun a sabiendas de que al otro lado ya no hay un mundo mejor, esconde una miseria que no nos imaginamos por mucho que nos informen los medios de comunicación. En vez de invertir en equiparar las oportunidades en cada territorio devolviendo lo que se ha esquilmado de allí en el primer mundo, levantamos vallas, fronteras gruesas, muros para perpetuar la desigualdad, la diferencia con el otro por raza, religión o nivel de riqueza-pobreza. O militarizamos un territorio, convirtiéndolo en un bunker, una cárcel a la que bombardeamos indiscriminadamente como sucede en la franja de Gaza…

Muros, barreras, fronteras; vallas sencillas o complejas; cercas que separan y segregan, que protegen, que impiden, que molestan… Vallas en todos los lugares.

Y luego están… las talanqueras.