|Por José Luis G. Coronado|

Una carta abierta de Emilio Zola (1840-1902) al presidente francés M. Félix Faure fue publicada bajo el título de “J´acuse…” en la primera plana del diario L’Aurore, el 13 de enero de 1898. Es la siguiente:

“Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante —quiero suponer inconsciente— del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables. Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo. Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido. Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable. Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia. Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de una ceguera de los ojos y del juicio. Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L’Éclair y en L’Echo de París una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública. Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado, fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable. No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales. En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia. Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente. Así lo espero”.

Desde la publicación de esta carta han transcurrido ciento diecisiete años, los suficientes para que parezca inaudito el hecho de que, cambiando algunos nombres propios, hoy sea pertinente una acusación semejante en España. Desde que el domingo pasado, en el programa “Salvados” de Jordi Évole, supimos los pormenores del calvario de la comandante Zadia Cantera tras su denuncia de acoso sexual perpetrada de forma contumaz por el coronel que era su jefe en la escala de mando a la que pertenecían ambos.

Tuvimos ocasión de ver y oír aspectos de un juicio en el que el propio acusado, ascendido a pesar de estar ya procesado formalmente, hacía gala de su caspa machista intentando que prevaleciera su inicuo discurso, tantas veces oído en otros ámbitos, según el cual la responsabilidad de sus desmanes debía recaer sobre los hombros abrumados la comandante ultrajada. Pero con ser eso de una indecencia impropia de quien debiera mantener la actitud gallarda que se le supone a un mando en activo de las Fuerzas Armadas de un estado democrático, escandaliza si cabe más el comportamiento de la ristra de testigos de la defensa, todos jefes y oficiales, incluido algún miembro del generalato, declarándose amnésicos crónicos, cuando no abiertamente hostiles hacía la víctima, escondiendo en sus declaraciones la penosa realidad de que, mientras se perpetraban los abusos, y en el mejor de los casos, habían permanecido como esfinges hieráticas, mirando culpablemente hacia otro lado.

Pudiera perecer que la justicia había restañado en parte el agravio con la condena del coronel, a pesar de que el juez hubo de aplicar preceptos de un código trasnochado que no contemplada el maltrato sexual y dejándole la pena unos meses menor de los tres años debido a que ello hubiera acarreado el más que merecido recargo de la inhabilitación. Pero lejos de cerrarse el asunto con la sentencia, y alguna disculpa oficial que nunca llegó, la vida de la comandante Cantera fue manifiestamente a peor. Se abrió contra ella una cacería que, una vez sabida, ha sacado a la luz el lado oscuro de una parte difícil de cuantificar dentro de la Fuerzas Armadas y que creíamos felizmente arrumbada tras la última intentona golpista de hace treinta y cuatro años. Es sobre todo esta segunda parte de la que, como Zola en su día, yo acuso también. Todo un montaje de falsas acusaciones, falsificaciones chapuceras de partes oficiales, sanciones tan arbitrarias como graves en un intento venal, no solo para expulsar a la comandante de las Fuerzas Armadas, sino a ser posible después de una ejemplar condena de cárcel. Es esta segunda parte la que más se asemeja al affaire Dreyfus que tuvo lugar hace más de cien años en Francia. Porque en este vengativo acoso por parte de no pocos mandos se trasluce la perversa idea de que el Ejército es de su exclusiva incumbencia y se mueven en sus filas como si se tratara de un club en el que ellos ejercen como únicos asociados.

¿Qué decir, por último, del ministro de Defensa de lo que se supone un gobierno democrático acusando de bajeza moral a la diputada que afeó su conducta en el Congreso?

“¡Qué país, Miquelarena!”, que dijo el ínclito don Ramón, el de las barbas de chivo, en su obra inolvidable “Luces de bohemia”.

Otro francés, Gerard Clemenceau, a pesar de haber sido primer ministro en dos sucesivas presidencias, ha pasado a la historia, más que por su carrera política, por haber acuñado la siguiente frase: “La justicia militar es a la Justicia, lo que la música militar es a la Música”.