Pablo Quevedo junto a Alfonso Rey en la presentación de la exposición.

Pablo Quevedo junto a Alfonso Rey en la presentación de una exposición. |Foto: Gabriel Gómez|

| Por José Luis G. Coronado |

Se me ha muerto un amigo. A mi edad, ya empieza a ser un hecho cada vez más frecuente. Pero lo insólito, la triste novedad en este caso, es que mi amigo era mucho más joven que yo, pese a lo cual, alrededor de cuarenta años he disfrutado de su amistad sin fisuras, hecha de su entrañable presencia, ya fuera en la distancia, y adornada de su sempiterna bonhomía. Ha sido muy fácil ser amigo de Pablo Quevedo durante tantos años porque desde que lo conocí, sin alharacas, siempre como si pisara nubes, llevaba en la frente el lema machadiano de ser, en el mejor sentido de la palabra, un hombre bueno. Una especie en extinción.

Lo conocí cuando era todavía un estudiante de bachillerato y, junto a otros cuatro o cinco compañeros, de cuyos padres era yo amigo, se presentaron en la casa del río donde yo pasaba las vacaciones, diciéndome que se proponían hacer un estudio exhaustivo de la fauna y la flora del Cega, y me pedían que les dirigiera los trabajos. Irradiaban tanto entusiasmo que no me pude resistir. Durante todo el verano, el aporte de datos, fruto de sus interminables trabajos de campo, fue engrosando en páginas y en enjundia, de forma que, cuando acabó el verano, teníamos ante nosotros uno de los estudios más completo de cuantos se hayan hecho sobre el entorno del Cega hasta hoy. Creo recordar que fue Pablo Quevedo padre quien apuntó que se había convocado un premio nacional para trabajos ecológicos con el nombre de Félix Rodríguez de la Fuente y aconsejaba presentar el estudio. Dicho y hecho. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando, unos meses después, me llamaron por teléfono a Madrid para decirme que los chicos habían ganado el primer premio. Recuerdo como si fuera hoy a Pablo y sus compañeros, con la ropa de los domingos, recogiendo en ADENA, de manos de la esposa de Rodríguez de la Fuente, el premio nacional que llevaba el nombre del más insigne naturalista español. Esta bonita historia tiene un chusco colofón que no me resisto a contar. Estando yo de fin de semana en la casa del rio, se presentaron Pablo padre, Pablo hijo y Alfonso Rey con una especie de molde aislante que contenía seis botellas de una reserva especial de tinto procedente de Curiel de Duero. Sabedores de mi debilidad por los tintos de ribera, se trataba de agradecer mi participación en el trabajo con el que los chicos habían ganado el premio nacional. Inmediatamente propuse encentar tan preciado alijo, pero cuál no sería nuestra sorpresa al comprobar que cuatro de las seis botellas habian llegado revueltas. De la pureza de aquel caldo da una idea el hecho de que un transporte cuidadoso de los escasos cuarenta kilómetros que separan Curiel de Cuéllar hubiera bastado para enturbiar cuatro de las seis botellas de aquel extraordinario regalo. Recuerdo haber tomado en ese momento una decisión terminante: no dar lugar a que otro complot de bacterias diera al traste con lo que se había salvado de la pérdida. Así es que abrimos las botellas buenas y allí mismo cayeron junto a un plato de jamón y otro de queso.

Nuestra relación tuvo otra época de cierta asiduidad cuando Pablo fue a estudiar periodismo a Madrid junto a su inseparable Alfonso Rey que se había matriculado en Bellas Artes. Íbamos a menudo a las corridas de Las Ventas y siempre, como colofón, terminábamos en la tertulia taurina de Viña “P”, en la plaza de Santa Ana, alternando con gentes del toro de todo pelaje y condición, desde novilleros promesas a subalternos en paro y desde apoderados de escaso fuste hasta empresarios de plazas de tercera. Viña “P” era una especie de templo taurino cuyas paredes estaban adornadas con cuadros hasta el último hueco, firmados por los mejores pintores especializados en toros y toreros. Gracias a mi buena amistad con los dueños y a algunos cientos de vinos y ruegos, no paramos hasta ver colgado en la pared un óleo de Alfonso Rey que representaba un toro en el campo que todavía parece que lo esté viendo. Una de las últimas veces que he bajado a Madrid, hará ya unos tres años, intenté tomar un vino en Viña “P” y había desaparecido bajo los escombros después de que una piqueta especuladora hubiera hecho su labor canalla. Estuve un buen rato mirando la ruina, rezando a mi manera, y pensando que bajo los escombros aún permanecerían el cuadro de Alfonso y los recuerdos entrañables de los buenos ratos con los que aquel trio de cuellaranos había cimentado una amistad duradera. Otro sitio emblemático que frecuentábamos era la Taberna de Antonio Sánchez, en Mesón de Paredes, la misma sobre la que Diaz-Cañabate escribió “Historia de una taberna”. Alli se respiraba tauromaquia de alta alcurnia y podían oírse aún los ecos de las tertulias de Ignacio Zuloaga, Pío Baroja, Daniel Vázquez Díaz, Julio Camba, Gregorio Marañón y Cossio. Debajo de la cabeza del toro Fogonero, de Carmen de Federico, con el que Antonio Sánchez, El Tato, había tomado la alternativa de manos de Ignacio Sánchez Mejías y Macial Lalanda como testigo, nos sentábamos en el velador en el que se había sentado a diario el torero del barrio, Vicente Pastor, hasta el día de su muerte en 1966. Si alguien se ha preguntado alguna vez por qué Pablo Quevedo sabía tanto de toros, tal vez en las líneas precedentes halle cumplida respuesta.

Como no podía ser de otra manera, cuando empecé a publicar las novelas de mi segunda época, nadie mejor que Pablo para hacer las presentaciones en Cuéllar. Con su palabra mesurada y rigurosa sabía acercarse a mis libros y hacer el milagro editorial de convertir a sus oyentes en lectores. Qué grandes recuerdos en esas presentaciones tras las cuales, con su ristra de vinos correspondiente, yo me acostaba esas noches soñando que, por qué no, algún día podría ser propuesto para el Premio Nobel. Pero estos recuerdos duelen más. Son demasiado recientes. Enseguida vino el golpe, la lucha y la realidad inexorable de tu muerte.

Escribió el poeta César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; / como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”. Quien quiera que sea el que reparte los golpes, no es un buen repartidor. No es justo, ni ecuánime. Demasiado a menudo machaca reiteradamente a los buenos y exime de amarguras a los malos. Cuando me enteré de que Pablo se había ido, quise ir a Cuéllar a despedirme en persona, pero no me dejaron, posiblemente con buen criterio, porque hace ya un tiempo que solamente salgo de casa los martes a dar un paseo de hora y media. Ya no me dan las fuerzas ni las ganas para volver a enfrentarme a una novela y este es el cuarto día que he necesitado para estas cuatro letras que quiero que sirvan como recuerdo entrañable de mi amigo del alma y de abrazo solidario para su padre, su hermana y el resto de sus familiares.