Reses del encierro en las calles de Cuéllar. | Foto: Gabriel Gómez |

| Por Pablo Quevedo Lázaro |

De joven, o sea cuando era más joven que ahora, yo también padecía el convencimiento de que las fiestas de mi pueblo eran las mejores del mundo mundial.

No se podían comparar con las de ningún otro sitio y mucho menos con las de las localidades vecinas. Eran las más en todo, peculiares, tradicionales, divertidas, intensas, ruidosas, en las que más se bebía y bailaba, las que atraían a mayor número de forasteros…

Y eran tan importantes y determinantes que hasta marcaban el ritmo vital de la muy ilustre villa, hasta el punto de que las cosas pasaban antes o después de las fiestas. Es lo que tiene creerse el ombligo del mundo.

A medida que fui madurando (y de eso poco) y despojándome del pelo de la dehesa (también poco) descubrí el intrusismo del resto de la humanidad. Resultó que, oh cielos, para los demás mortales las fiestas del pueblo de origen de cada uno eran también las mejores del mundo y las más en todo. Daba igual que se tratara de una gran urbe o de una aldea de la Laponia celtibérica.

Así que no me quedó más remedio que caerme de la burra y admitir que cada pueblo tiene lo suyo (no sé si lo que merece), que puede ser desde un espectáculo que atrae a miles de personas a una paellada popular en la que se juntan el día de la Función todos los vecinos y los que vinieron de fuera.

Pero ahora resulta que sí, que las fiestas de mi pueblo sí son las mejores del mundo. Bueno, exactamente no es así. Pero las han declarado Fiestas de Interés Turístico Internacional. Y eso ya son unos galones que no puede exhibir cualquiera.

Con esta declaración, subimos muchos peldaños en el escalafón fiestero para situarnos en el top (que dicen ahora los modernos) de lo más guay en lo que a desmelene se refiere.

En el ayuntamiento de mi pueblo están que no caben de gozo. La concejala del ramo y su equipo se lo han currado de lo lindo para convencer a las señorías encargadas de conceder el título de que no hay quien nos gane en antigüedad, que somos famosos y auténticos per se y que aquí sobresalimos como respetuosos y gente civilizada que ha desterrado las salvajadas.

Mis queridas convecinas y lugareños, quién nos lo iba a decir, que la Función del pueblo iba a cobrar tanta trascendencia. Con todo su derecho, también se cuelgan sus medallas aquellas asociaciones, peñas, pandas y limonadas que llevan trabajando años para el reconocimiento de nuestras fiestas. Y también ayuntamientos anteriores, para dar al césar lo que es del césar.

Y aunque por estos lares se da una densidad de mala baba por kilómetro cuadrado por encima de la media nacional, el paisanaje también ha colaborado lo suyo. Porque, en llegando las fiestas, no hay nadie que nos gane en hospitalidad y amabilidad con los foráneos, como se encargan de subrayar un año sí y al otro también los pregones de nuestras próceres.

Está de lujo eso de que todos, o la mayoría, estemos contentos, satisfechos y orgullosos del patrimonio inmaterial, que es como denominamos a lo nuestro de toda la vida. Aunque por aquí, basta que hagamos una actividad dos años seguidos para que ya lo consideremos tradición.

Ahora bien, esto del Interés Turístico Internacional nos tiene que poner las pilas a todas, ya que somete a nuestras fiestas a un examen continuo, donde se va a mirar con lupa la forma de hacer, actuar y proceder.

Cuidadito con ir improvisando sobre la marcha. Ya se sabe que el alma de la fiesta figura en el ojo del huracán, tan sensible como está el personal con esas actuaciones bárbaras e incivilizadas disimuladas bajo el manto de la tradición, la cultura y la identidad de un pueblo.

Y ya hemos comprobado que una equivocación nos pone de inmediato en la picota de cabecera de las telecincos.

Mis queridas convecinas y lugareños, quién nos lo iba a decir, que la Función del pueblo iba a cobrar tanta trascendencia. Al menos, nos conocerán por algo más que por el frío que gastamos por estas latitudes. Es lo que tiene creerse el ombligo del mundo.