| Por Pablo Quevedo Senovilla | 

Olores y colores de hojas secas en la Naturaleza traen el recuerdo de los tiempos de juventud en los domingos de salidas al campo. Es el otoño, compañero, la época del año más propicia para disfrutar del campo con los cinco sentidos.

Los chopos lombardos (Populus nigra) van cambiando de tono, del verde intenso que han lucido en verano, a los ocres, amarillos y naranjas, combinados en armonía. Las hojas caen de forma pausada, desnudándolo poco a poco, para volver a vestirlo en la próxima primavera.

El endrino (Prunus spinosa) ha mutado sus flores blancas de primavera por las ciruelillas moradas que se recolectan en otoño. Son las endrinas, que contienen unas propiedades científicas muy variadas y dignas de estudio.

Las zarzamoras (Rubus ulmifolius) –¡cuidado!, zarza, engancha– ofrecen un fruto que nace verde, crece en rojo y madura en negro. Así es el ciclo vital de esta baya rica en vitamina C, de agradable olor y fruto comestible. Sus colores pintorescos, al lado de los senderos, aumentan el encanto del otoño. Ese fruto reluciente permite que el fotógrafo, al pasar cerca, pueda conseguir su imagen del día.

El rosal silvestre (Rosa canina) es otro de los alicientes de esta época, un arbusto espinoso de la familia de las rosáceas. Su fruto tiene el nombre de escaramujo, vulgarmente atrampaculos. La planta es abundante en los bosques del entorno, con unas flores de agradable olor. El escaramujo no es comestible, pero realza con su color rojo la riqueza cromática de la naturaleza en todo su esplendor.

El majuelo silvestre se presenta imponente en estos últimos meses con el contraste visual desde el verde y ocre de sus hojas al rojo de sus pequeñas bolitas comestibles.

Los líquenes también protagonizan el otoño, bien agarrados a las piedras, formando esculturas de museo. Su misión es importante en el ecosistema, además de mostrar un color de misterio que invita a una fotografía segura con satisfacción.

Y que no falte el musgo, con sus verdes de siempre, para alfombrar y resaltar las zonas húmedas del bosque.

Cuando nos topamos con estas plantas, los amantes de la naturaleza siempre pensamos: ¡lugares sin contaminación!. Es un gran placer disfrutar y caminar entre estas joyas que ofrece el medio natural sin pedir nada a cambio.

En este otoño, hay días que con lo más mínimo se puede llegar a la emoción. A mí me sucede con frecuencia en mi constante caminar por senderos, caminos, laderas, cañadas, páramos y montañas. O en mis excursiones a los pueblecitos de la Castilla perdida, donde el visitante puede llegar y no encontrar a un solo paisano  al que dar los buenos días y preguntarle dónde está la fuente, la iglesia románica o algún atractivo que fotografiar para llevar a casa y comentar con la familia y los amigos.

 

Hayedo de la Pedrosa

El 28 de octubre, último domingo del mes, con una hora más por la rutina del cambio horario, el manto blanco apareció de madrugada en algunos lugares de la provincia, tal y como estaba previsto y anunciado.

Decidimos ir al encuentro del otoño en el Puerto de la Quesera para disfrutar de una jornada a tono con el sacrificio que supone salir al campo en un día de frío helador, con tres grados bajo cero en el termómetro y una sensación térmica mucho más baja.

Al llegar a Cerezo de Abajo empezamos a divisar Somosierra para seguir en dirección norte y avistar Riaza. Aquí empezamos la guerra de disparos con nuestras cámaras fotográficas, poniendo los objetivos en los delicados rincones del paisaje que invitan a la alegría.

En una pasada conversación sobre naturaleza, el amigo Eugenio Maderuelo, profesor del colegio Santa Clara, me insistió en que no dejara de visitar el Hayedo de la Pedrosa, uno de esos lugares a los que todo aquel que lo conoce denomina como “encantador”.

Llevaba varios años soñando con esta visita y había ha llegado el momento. Quiero expresarme como merece este espacio natural para poner de manifiesto sus atractivos, hasta donde mi conocimiento intelectual me lo permita. ¡Voy a ver!

La fotografía viene a ser una droga que engancha para dar momentos de felicidad. Por eso, quiero contar y mostrar el paisaje del bosque a través de las imágenes que captamos.

Ninguna época del año gana al otoño en colores. El Hayedo de la Pedrosa nos da la bienvenida con sus hojas caducas cubiertas por la nieve, enfrentado al verde musgo junto a los arroyuelos de agua cristalina, y los ocres y amarillos que tratan de abrirse en las zonas donde alcanzan los rayos de sol.

¡Qué contraste! Los visitantes nos quedamos sin aliento, casi ni notamos el frío polar de la jornada. Mi hijo y yo nos sacudimos las manos y los pies para seguir adelante con el trabajo que tenemos previsto. Tenemos que ser originales para captar en fotografía y en video la belleza del paisaje.

En momentos muy puntuales, sin aviso previo, el sol se refleja en las alturas, lo que nos obliga a actuar con celeridad para captar la imagen que rápidamente desaparece con la presencia de los grandes nubarrones.

He leído en un blog un artículo titulado `El paisaje perfecto´, donde se dice lo siguiente: “Muchos lo consideran el hermano pequeño del Hayedo de Tejera Negra. Hay mucha diferencia entre ambos, pues el Hayedo de la Pedrosa es el único del sistema central que no cuenta con restricción de acceso como el citado o el de Montejo. El hayedo se compone de varios grupos de árboles, la mayoría ejemplares medios, pudiendo encontrar algunos adultos de gran belleza e interés fotográfico. Ronda las 80 hectáreas de superficie, recubiertas de hayas. Estas manchas de bosque se encuentran situadas entre los 1500 y los 1700 metros de altitud, encontrando el lugar óptimo para el crecimiento en las laderas orientadas al norte de esta zona de la Sierra de Ayllón. Está incluido en la Red Natura 2000. El número de visitantes en fechas otoñales es fluido, no puede hablarse de masificación”. ¡Mejor así!

Hay que apuntar también que es uno de los bosques de este tipo más meridionales de Europa al encontrarse en el sistema central.

Yo anoto lo que me cuentan y pienso que es bueno saber dónde pisas.

Otra de las maravillas que encontramos en este lugar son las pequeñas torrenteras con un agua clara y transparente formando pequeñas cascadas, que alegran con su música la pendiente de la ladera. En las orillas, resaltan distintas plantas verdes y hojas multicolores, creando pequeñas fuentes donde el reflejo en el agua es bello y atractivo para obtener una fotografía de ley.

Los olores, aunque invisibles, son parte de la satisfacción del visitante. Pude llegar a distinguir los aromas a turba, hayas, helechos, servales, jaras, retamas, pino silvestre, robles…

En las orillas del pantano de Riofrío, aunque desde la lejanía, la vista nos alcanzaba a divisar varias plantas. Pero el tiempo apremiaba y no era posible mayor acercamiento.

En la bajada del Puerto de la Quesera, hicimos paradas intermitentes para disparar nuestras máquinas al paisaje de la amplia llanura segoviana, que parece imitar al mar con las manchas oscuras de las vegetaciones.

Tanta diversidad nos aleja del frío y nos hace gozar, a pesar de requerir cierto esfuerzo físico debido a las características del terreno.

Con mucho cuidado y lentamente nos acercamos a Riofrío de Riaza, un pueblecito rodeado de montañas por los cuatro costados, encontrándonos de frente con la torre románica de su iglesia que nos llamó la atención.

La parada era casi obligatoria ya que era la hora de reponer fuerzas. Para ello, nos dirigimos al hotel rural El Mirador del Hayedo, regentado por Miriam y Eduardo. Allí disfrutamos de una agradable conversación con Eduardo, quien hizo gala de sus amplios conocimientos del entorno.

Pegando la hebra en animada tertulia terminamos esta fantástica jornada en la naturaleza con la emoción de este otoño invernal para los cinco sentidos.

¡Volveremos!