|Por Rubén Arranz|

He conocido recientemente que hace unos meses se cerró la Comunidad Hosteltur. Un foro especializado en hostelería, hospedaje y marketing turístico con muy buenos profesionales y articulistas. Mi contribución en esa red fue escasa, pero me dio tiempo a publicar un par de artículos y un cuento. Aprovecho hoy para recuperar este último. De paso, concedo a mis lectores una tregua con un poco de entretenimiento estival. La idea original proviene de un chiste de abogados, género que tiene mucha difusión en los EE.UU, donde estos profesionales liberales gozan de amplia popularidad, para bien y para mal. La siguiente es una adaptación rústica, bastante más extensa y no tiene tanta gracia. Está alejado de mi interés ofender a este gremio. Hay muchos abogados de secano que hacen carrera política. Pero este cuento se lo dedico, especialmente, a los abogados que representan los intereses de las gestoras de la propiedad intelectual.

Las cuatro tierras.

Juan fue uno de los muchos mozos que en los setenta se fue del pueblo a la ciudad para reinventarse y, después, proyectarse como abogado. Sus padres, conscientes del declive irremediable del campo, sumaron esfuerzos para que su hijo tuviera las oportunidades que la vida les había negado a ellos y a sus antepasados. Por aquella época el progreso era una cornucopia que impulsaba las grandes urbes y dejaba cada vez más esquilmadas las ilusiones primitivas de los hombres atados a la tierra. Su decadencia era necesaria para continuar con la expansión urbana. Y el crecimiento era la zanahoria tras la que corrían las mentes más ilustradas. La nueva realidad no dejaba mucho espacio para el pensamiento tozudo de los campesinos que no comulgaran con el nuevo orden.

“Con el tiempo, los pocos que quedaron en el campo tuvieron que replantearse sus valores. El progreso científico y tecnológico les conminó para que envenenasen sus campos, comprasen sus tractores y su gasoil, sus semillas transgénicas que aguantaban los nuevos venenos,…, les convencieron, en definitiva, para que ellos también corrieran detrás de aquella zanahoria que llamaban progreso. El dinero ya no era un problema. El nuevo paradigma afirmaba que el crecimiento era infinito y que se podía especular sin límite sobre sus tierras, cada vez más desprovistas de vida pero, milagrosamente, más productivas. El crédito les llovería del cielo. Tendrían la oportunidad de endeudarse hasta lo impensable para crear más riqueza. En el futuro ya no tendrían que mirar al cielo. Con acercarse a la caja rural y asesorarse sobre las nuevas subvenciones, los seguros y el tipo de interés de los créditos, sería suficiente para poder dar a las nuevas generaciones las oportunidades que el progreso ahora les brindaba…”

En todos estos pensamientos estaba sumido Juan una mañana de domingo. Siempre que podía volvía al pueblo para ver como evolucionaban los cuerpos castigados de sus viejos. No era tan devoto como María, su mujer urbanita. Pero la misa de las once se había convertido en parte de un ritual ancestral. En el templo se reencontraba con su pensamiento crítico. Y le ponía al día de todas las aberraciones y contradicciones con las que convivía el resto de la semana, dejándose llevar por la inercia. Aunque no recibía explícitamente el perdón al menos conseguía algo de alivio.

Aquella mañana, como parte inexorable del ritual, a la salida de misa se colgó del brazo de María rumbo al bar de la plaza. El par de vinitos de la frasca y el platillo de torreznos caseros alimentaban por igual su cuerpo y su espíritu. A medio camino le llamó la atención Mariano, el “Chusco”, un viejo conocido con el que llegó a compartir algún juego. Su visión de la vida estaba en las antípodas, tan anclada en el pasado como su ridícula vestimenta. Aún así, entre los lugareños gozaba de respeto, pues decían que nadie sabía más sobre el campo, las simientes y los ciclos de la vida. Era capaz de pronosticar lluvias con un mes de antelación y asesoraba a muchos agricultores sobre cómo recuperar campos baldíos.

-¡Juanito! -le atajó en tres zancadas.

No tuvieron tiempo de intercambiarse el protocolo de saludos, cuando ya le estaba contando el problema que le traía de cabeza al Chusco.

-Mira, tú sabes de leyes. El caso es que mi madre murió el verano pasado, la víspera de San Lorenzo. Mi padre no dejó testamento, ni mi madre tampoco, no se fiaban de leguleyos. Como también sabrás, mi hermano Antonio ha vuelto al pueblo. Quiere remover todo para quedarse con su parte y que yo le pague rentas, o llegar a un acuerdo. Pero él se fue recién terminó el servicio militar a la capital y nunca quiso saber nada de esto. De mozo, había que tirarle de la cama para que ayudase en la trilla, no te digo nada cuando había que escardar. Su partida fue un alivio y se le ayudó para que se estableciese en la ciudad. Pero ahora quiere cobrarse no se qué deudas y dice que me mandará un abogado. Yo no tengo nada más que las cuatro tierras que hemos trabajado siempre en mi familia y me he deslomado con otras miles de áreas de labrantío en arrendamiento. La casa de adobe no vale nada, pero dice que tiene una tasación que demuestra lo contrario, que es de la propia Junta de Castilla y León y que ante eso no hay descargo. A mí me suena a chino, pero ya me tiene muy preocupado. Si tú pudieras mediar… Yo no tengo ya nadie en la vida y lo único que me queda es mi trabajo y estas cuatro tierras. No deseo nada más hasta que Dios me convierta en polvo.

Juan vio rápido la complejidad del asunto y paró sus explicaciones levantando la palma de su mano.

-No te preocupes, Mariano, que esas cuatro tierras son tuyas.

Aquello le sonó al Chusco como una sentencia firme, se despidió amablemente destapando su calvicie ante la señora de Juan y se marchó por donde vino algo más confiado en el futuro. Juan y María pudieron encaminarse a por su aperitivo.

No le supuso a Juan una sorpresa el encuentro en el bar de la plaza con Antonio, el hermano de Mariano. Hacía años que no se veían pues Antonio no era muy propenso a volver al pueblo sin algún interés que lo moviese. Y era evidente que conocía desde hace tiempo las costumbres rituales de Juan y de otros expatriados. Después de invitarles al aperitivo desde el fondo de la barra se acercó a la pareja. Con aire serio y confiado les saludó y tras la toma de contacto se dispuso a contar su propio enfoque del mismo problema.

-Verás, he vuelto al pueblo porque como sabrás mi pobre madre no aguantó la canícula del último agosto. Es comprensible. Estaba muy trabajada y los sudores de la dura vida que sufrió agotaron sus reservas. Le costaba mucho regular su organismo y varios años postrada en cama no le ayudó en nada. Una pena. Tampoco mi hermano fue muy cuidadoso. Nunca supo nada de la vida y se negó a que sus últimos años estuviera bien cuidada en una residencia. ¡El muy tacaño! Dice que era por propia voluntad de la vieja, pero es mentira. Tiene cierta propensión al sadismo y sé que disfrutaba viendo como se agotaba aquel pellejo. Si no, ¿cómo te explicas que prefiriese las incomodidades de la casa molinera donde hasta hace poco convivían ambos con las bestias? Siempre la comió el seso, el muy insensato. Todo para apoderarse de las cuatro tierras que nos dejó nuestro pobre padre. Antes las prefiere ver quemadas que en manos de otros. Fíjate, nunca quiso que fueran productivas. Con la excusa de que los químicos son nocivos no ha gastado una perra en abonos y herbicidas. Pero tampoco la ha ganado. ¿Te parece que eso es forma de administrar mi patrimonio? La verdadera razón es que nunca ha tenido visión de futuro. Y con la excusa de que las tierras no eran rentables tenía engañada a mi madre para no pasarme una triste renta. Pero a él nunca le faltó ni la cántara de vino ni los dos marranos en el corral. Pero eso le va a pesar ahora que no está mi madre de por medio. Y tú me vas a echar una mano. Ya ha vivido bastante de esas tierras y ahora me toca a mí. Al igual que trabaja otras, que trabaje estas pero para mí y como yo le diga. Esas cuatro tierras me pertenecen por derecho, pues yo nunca saqué nada de ellas en todos estos años. Por mi puede quedarse con la casa, pero tiene que pagarme mi mitad. Y le daré una oportunidad para que trabaje mis tierras de manera productiva. Y si no le gusta la idea, ¡puede irse al infierno!.

El abogado de nuevo levantó su mano y le dijo al hermano díscolo.

-No te preocupes, Antonio, que esas cuatro tierras son tuyas.

Antonio se marchó satisfecho y con la suficiencia que confiere llevar la razón de los sensatos. No tanto María, que se quedó bastante confundida. Nunca quiso saber los entresijos del trabajo de su marido. Siempre se había mantenido al margen y Juan le dispuso una vida cómoda y apacible. Pero la conducta de su marido le hizo sentir cierta incomodidad. Se lo reprochó.

-Pero Juan, ¿cómo es posible que les hayas dicho a los dos lo mismo?, ¿no te parece inmoral? Juan, con la indiferencia pragmática del hombre de leyes y conocedor de las las tasas e impuestos le contestó:

-No te preocupes, María, que las cuatro tierras son nuestras.