| Texto y fotos de Pablo Quevedo Senovilla |
La ribera del río Cega ofrece este otoño a punto de caducar un espectáculo maravilloso de colores y olores, que seduce hacia su participación y disfrute, además de permitir a los amantes de la fotografía de naturaleza la captura de las más bellas imágenes que proporcionarán una enorme satisfacción. A veces sin ser conscientes, nos tropezamos con un paraíso a la puerta de casa.

Este otoño ha cruzado su ecuador y, como el anuncio del turrón, la naturaleza empieza a pregonar la proximidad de la siguiente estación, el fin de un ciclo vital y el comienzo de uno nuevo.

La tarde es soleada, con algunos cúmulos sobre este cielo tan de Castilla y una agradable temperatura de 15ºC, que invita a salir al campo.

Decido acercarme al río Cega, a esta ribera nuestra y encantadora para pasar lo que queda del día en contacto con el medio natural. Quiero participar en los olores y colores –¡tanta diversidad!– que desprende este otoño.

Me armo de la tablet y de un flamante teléfono móvil pleno de ilusión para captar unas buenas fotografías con estos aparatos que ahora nos brinda la tecnología avanzada y sin los cuales resulta complicado seguir adelante.

En el tablero del Puente Segoviano observo un reflejo en el bache perenne (denominación de cosecha propia). Son chopos lombardos, que siempre quieren llegar al cielo y encuentran asombrados su imagen reflejada en el espejo accidental. Los conozco desde niño, hace más de 70 años, siempre esbeltos y poderosos. “¡Nadie más alto que yo!”, podrían decir si hablaran.

Hoy he notado cómo sus hojas, que los cubrían de vestimenta hasta hace unos días, en estos momentos ya no les valen. Las dejan en el suelo, se desnudan para volver a vestirse en la próxima primavera.

La fotografía obtenida me satisface. Pero ya estoy buscando el siguiente paisaje de la monumental naturaleza que me rodea. Tengo a la vista un majuelo silvestre llenito de fruta, con sus bolitas granates que son comestibles. Durante mi infancia, entre los años 1939 y 1949, constituían en esta época otoñal la merienda diaria y recién recolectada, junto con alguna endrina (Prunus spinosa) y otros humildes frutos que nos regala la naturaleza.

Los colores se asocian en decenas, recreando un agradable rincón, para prestarme la que para mí puede ser la fotografía perfecta.

Mi vista, acorde con la edad, me alcanza malamente para distinguir el fondo del río y descifrar el jeroglífico que componen la variedad de arbustos, árboles y hierbas. Todo es distinto en colores y olores, invitándome a que me acerque para capturar la imagen fotográfica deseada.

Me separa una distancia de 32 escalones –solo siete menos que en la película de Hitchcock– de tierra y madera, habilitados por Medio Ambiente. No sin dudas, finalmente me decido. Creo que va a merecer la pena.

Lo primero en lo que me fijo es en un aliso cambiando de color, con unas hojas pintadas de verde oscuro con puntas rojizas y otras tirando a oro viejo como la purpurina. Sus piñitas secas se caen de maduras y el árbol espera a que llegue la próxima primavera para vestirse de amentos.

Entre las más de 40 variedades de fresnos existentes en el mundo, veo uno deshojado, con un frondoso ramaje de colorido ausente.

Los pequeños arbustos también son numerosos. Sus tonos resultan  agradables a la vista. Entre ellos, el aligustre, con sus frutos negros como el azabache, y el Cornus sanguínea o cornejo, de hojas muy rojizas en otoño.

Pero mis ojos no pueden captar todo al mismo tiempo y tengo que dejar parte de la tarea para otro día. Volveré en otro momento a ver si consigo saber cómo se llama cada uno de ellos.

El agua del Cega baja cristalina y permite ver el lecho del río con facilidad. También observo las algas verdes y brillantes, así como los guijarros limpios y de distintos colores, procurando que el agua fluya canturreando en pequeñas corrientes.

Me encuentro debajo del puente, donde puedo acariciar su piedra de sillería, una estructura potente y fuerte en desuso. Aquí percibo un contraste de luz anaranjada, reflejada en los árboles más dominantes en el horizonte. Sus tonos cambian del sol radiante a ese dorado gastado de atardecer otoñal.

Completo esta gozosa tarde ribereña con unas cuarenta fotografías en mi dispositivo y con unas ganas enormes de seguir cultivando esta afición en contacto con la naturaleza.

Extraño no haber visto ningún pajarillo revoloteando. ¿Qué está pasando?. Continuará…

Regreso al bache perenne, acompañado del amigo y cultivador de aficiones similares, Julián Velasco. El espejo accidental tiene menos agua y menos brillo que hace unos días, pero sigue salpicando al pasar el coche.t

Nos fijamos en un camino antiguo, cuyo trazado se dirige hacia el norte. Al final de todo lo que nuestra vista da de sí divisamos un castillo y unas murallas. No puede ser otro, el Castillo de los Duques de Alburquerque  de Cuéllar y el imponente paño amurallado medieval.

Tenemos la imagen a punto de tiro entre matorrales. Con nuestros dispositivos fotográficos, intentamos acercarla al máximo tirando de zoom para conquistarla y conseguir la victoria del paisaje, la fotografía del día.

El saber mirar es una gozosa delicia, pero necesita entrenamiento, como toda destreza humana. La capacidad de percatarnos de los matices aumenta con la práctica, sobre todo cuando vemos un conjunto de colorido perfecto en el cuadro del paisaje. Esta mirada nos concede una alegría ya antes de disparar con la cámara. Después, una vez en pantalla, usamos la vista en modo contemplación, para disfrutar de unos placeres sencillos y gratuitos, un regalo de la naturaleza.

Seguimos buscando colores y luz. Estamos a gusto. El olor a hojas secas es intenso. El suelo está cubierto y es bello. Fijamos la vista sobre todo lo que rodea a nuestros pies a ver si somos capaces de distinguir estos elementos que conforman una alfombra de colores vistosos y agradables. Vemos hojas de alisos, fresnos, chopos, plátanos de sombra, sauces, manzanos de huerta cercana, enredaderas, majuelos silvestres, cornejos…

No podemos negar que todo esto es mágico y nos envuelve en un estado de sosiego en libertad, para aumentar cada día nuestra afición, incitando al diálogo entre familia y amigos y conquistando los campos cercanos.

La tarde pasa de forma rápida. El sol nos deja desamparados, huérfanos de luz aparente. Aún así, conseguimos localizar en el salidero, aguas arriba del Cega, unas fotografías del boj montés (Euonymus europaeus, cuyo nombre genérico procede del griego eu = “bueno” y onoma = “nombre”).

La luz del instante sobre el boj provoca una explosión de fuegos artificiales, en rojo bermellón. ¡Alucinante! Esto es la esencia de la naturaleza, cómplice lector, otra conquista desconocida que hoy no olvidaremos y seguro que jamás.

Las cristalinas aguas del Cega aportan reflejos bellos de los árboles cercanos. El caudal es agradecido en el lugar donde se obtiene y abastece de agua potable a Cuéllar.

Los endrinos ya solo sujetan el fruto morado de intensas pinceladas que parece preparado para el senderista, si se quiere aprovechar en jarabe y farmacia, pues hay cosecha suficiente.

La tarde se agota dejando una proyección de sombras alargadas. La película de hoy ha llegado a su fin.