Las cosas auténticas no necesitan de explicaciones para su comprensión. Nos podrán gustar, o no, pero no las quita un ápice de verdad.
La tauromaquia se sustenta en la emoción que proporciona la fuerza y fiereza de uno de los más bellos animales de la creación ante la valentía e inteligencia de un casi ingrávido ser humano, de 60 kilogramos.
En algunas ocasiones, afortunadamente pocas, la emoción se convierte en tragedia y nos abofetea fría, honda. La vistosidad del paseíllo, la música, el brillo de los caireles… se vuelve corpórea, se hace incontestable.
La recuperación física llega antes o después, pero volver a vestirse de torero no es fácil, es algo reservado a héroes de epopeyas dignas de recordar. Manuel Diosleguarde estuvo a punto de dejar su vida ante los cuellaranos, un veintiocho de agosto de hace un par de años, por mostrar la verdad de su toreo, la honradez en la cara del toro. No le hacía falta, podría haberse aliviado, aptitud desgraciada de muchos profesionales en plazas de medio pelo, también en las importantes, como la nuestra.
Cada uno es como es y Manuel es un torero que no se arruga, con tardes de ovaciones y de pitos otras, pero auténtico, cosas de antes, como su forma de torear.
Cuéllar le debe un reconocimiento a su torería, qué menos que ovacionarle en la plaza.