|Por José Luis G. Coronado|
En estos días de complicaciones sanitarias, disparates políticos y la consiguiente indignación de la gente en la calle, como consecuencia del primer contagio en España del virus africano, uno vuelve la vista a la biblioteca para recuperar lo que en ocasiones similares nos dejaron escrito los clásicos. Estoy releyendo el “Diario del año de la peste” de Daniel Defoe. Esta obra tardía del considerado padre de la novela inglesa y creador de reconocimiento universal por su “Robinson Crusoe”, es un relato puntual y pormenorizado de los efectos de la peste que se abatió sobre Londres y sus alrededores entre los años 1664 y 1666. Lo reseñable de esta lectura es comprobar de qué forma permanecen, trescientos cincuenta años después, los mismos o similares comportamientos humanos, tanto los ejemplos de abnegación y entrega al prójimo como los más aborrecibles y mezquinos de los que tantos ejemplos estamos teniendo en estos días. Defoe nos habla de criados que cuidan de sus amos pero también de padres que abandonan a sus hijos, de viviendas tapiadas con su moradores dentro, de ricos que se esconden en sus casas de campo y en su huida van dejando un dantesco reguero de apestados. A falta de aguerridos reporteros que, salvo escasas y honrosas excepciones, nos hagan la crónica, la verdadera crónica, del horror de la peste del virus del Ébola africano, podemos tener una minuciosa referencia en el relato descarnado y escalofriante del panfletista inglés que, como buen denunciador, acabó durante un tiempo con sus tristes huesos en una cárcel inglesa.
[blocktext align=”left”]Si algo no ha cambiado desde el siglo XVII hasta hoy en día es el afán de achacar a designios sobrenaturales las irrupciones periódicas de las epidemias más terribles y de las más pavorosas mortandades.[/blocktext]. Desde la primera Gran Peste del siglo XIV, que arrasó media Europa, hasta la actualidad, pasando por la todavía no controlada del todo maldición del sida, ha sido una constante en el discurso del poder, respaldado y argumentado por la Iglesia, que peste y pecado tienen una relación directa. No es casual que la barbaridad más descarnada con motivo del contagio de Teresa Romero se haya difundido desde la televisión de los obispos en boca de un individuo mediocre y chaquetero, que pasó del comunismo maoísta al servicio de la Conferencia Episcopal sin pestañear y que, con el lenguaje propio de sus purpurados dueños, escupió en el dolor de la enferma diciendo que “en el pecado llevaba la penitencia”. Se necesita una gran dosis de ruindad, una falta de humanidad más allá de la abyección, una vocación viscosa de batracio apesebrado para poder emitir semejante escupitajo. Y en ese contraste que señala Defoe entre el heroísmo y la mezquindad que se daban en la peste de Londres del siglo XVII, también hemos tenido estos días una muestra sangrante en Madrid entre la figura abnegada de una enfermera que voluntariamente se prestó a cuidar de dos misioneros infectados y resultó contaminada, con un riesgo cierto para su vida, y un consejero de la Comunidad de Madrid que en un alarde de bajeza moral hizo correr por las radios y las televisiones una sarta de rebuznos de asno bien cebado, tratando de inculpar a la enfermera, mientras se debatía indefensa entre la vida y la muerte, de negligencia profesional, mentiras deliberadas y casi de conspiración contra el sistema. Ese consejero, cuarto en la saga de privatizadores de la sanidad de todos, presumió en la Asamblea de haber llegado a la política (hace treinta años) bien comido y bien bebido y de que tenía su vida resuelta. Pero lo más alucinante, a mi modo de ver, de este episodio no fueron los insultos y los cobardes ataques a la enfermera, sino que sus palabras de cebón, lejos de abochornar a sus compañeros de bancada, fueran jaleadas con ímpetu inusitado y ominosas ovaciones cerradas. ¿En manos de quién estamos?.
Cuando escribo esta columna, parece ser que la evolución de Teresa Romero es positiva y que hay muchas posibilidades de que se restablezca, así como que las pruebas a los que estaban en vigilancia están siendo negativas. Ante esas buenas noticias sobre cabe alegrarnos. Pero es preciso decir que con el control puntual del brote en España no se acaba el tema. Hemos visto las orejas al lobo, pero la peste sigue. Muchos han sabido estos días que hay países que apenas habían oído [blocktext align=”left”]Muchos han sabido estos días que hay países que apenas habían oído antes nombrar en los que la gente sigue muriendo por miles en las calles[/blocktext]antes nombrar en los que la gente sigue muriendo por miles en las calles, que ya había habido otros brotes de Ébola en África a los no se había hecho el menor caso porque el virus mortal era cosa de negros y los negros, ya se sabe, no están contados. Ni los que mueren por Ébola, ni los que mueren de malaria, de sida, de enfermedades que entre nosotros llevan mucho tiempo erradicadas y de que cientos de miles, millones, se mueren sencilla y llanamente de hambre. Debemos saber, interiorizar, que esa desigualdad, ese abandono, no es una maldición divina porque hayan pecado, sino que es consecuencia de la rapiña de sus riquezas por gobiernos corrompidos por los países ricos y multinacionales sin escrúpulos que los sumen en la esclavitud y en la hambruna con recetas de la biblia neoliberal del todo vale, con políticas de restricción y recortes de los gastos sociales dictadas por el Banco Mundial, el FMI , las mafias financieras y los oligopolios americanos, chinos y de la Unión Europea.
Mirémonos, aunque tan solo sea una mañana, en el espejo y tratemos de encontrar en nuestros corazones que es lo que podemos hacer para que los pecados que originan las pestes y las hambrunas no sean los nuestros.