|Por José Luis G. Coronado|

Estamos en los albores del siglo XVI, en Cuba. Sentados a la sombra en el porche de un bohío con techo de guano, dos cuellaranos de alcurnia, ante sendas jícaras de vino castellano, se dejan mecer por la nostalgia de su lejano pueblo mientras hacen recuento de sus andanzas y hazañas: Se trata de don Diego Velázquez, el Adelantado, y don Cristóbal de Cuéllar, contador oficial de la colonia y bienquisto del virrey Colón y del monarca Fernando. En un momento de la charla, don Diego, más proclive a la algazara verbal y a los alardes de macho, le confiesa a su paisano que llevaba demasiado tiempo yaciendo con indias taínas y ganándose cada noche el infierno mientras bebía enfebrecido sus pechos de miel y cabalgaba con brío renovado las prietas y sedosas nalgas de obsidiana de las vírgenes selváticas. Parece ser que el cronista y dominico Bartolomé de las Casas le había apercibido ya de que su conducta disoluta y su excesiva afición a las doncellas cobrizas, con toda probabilidad, no debía de estar del todo bien visto por el cielo. Bien estaba un poco de mestizaje, ya que una vez cristianado, el rebaño del Señor ganaba a todas luces en colorido y encanto. Pero que lo suyo se estaba pasando de castaño oscuro y ya se empezaban a contar por decenas los arrapiezos mestizos y medio cuellaranos que revoloteaban en torno al bohío de don Diego, descalzos y con los mocos colgando. Que tomara ejemplo de su paisano Grijalva, mucho más comedido y discreto a la hora de llevarse a las indigenitas a la cama. “Así es que, amigo Cristóbal, le dijo don Diego al comandero, por unas cosas o por otras… tengo el firme propósito de tomar esposa.” Don Cristóbal de Cuellar, hombre prudente y práctico, vio los cielos abiertos. El contable se había anticipado en unos años a Lope de Aguirre y se había hecho acompañar por su delicada hija María en su aventura caribeña. La joven, educada en la más rigurosa disciplina cristiana por sus preceptores cuellaranos, había ido como dama de compañía de la virreina doña María de Toledo, de la familia de los Alba, y oficiaba en la pequeña corte de don Diego Colón, el virrey, en su casa señorial de la Española. El propósito no confesado del tesorero al desplazar a la casi adolescente María desde el páramo reseco de Castilla a las selvas frondosas de Centroamérica no era otro que el de encontrarle un gentilhombre de abolengo, con cargo importante en la colonia y al que la inteligencia para el oro y la falta de escrúpulos contables le hubiera hecho lo suficientemente rico como para asegurar a su niña un futuro de opulencia y a él mismo participar en el nacimiento de una estirpe que le asegurara una vejez plácida a su vuelta como prohombre indiano a las añoradas tierras cuellaranas. Así es que el bueno de don Cristóbal, apenas escuchó las intenciones del gobernador, rellenó las jícaras y propuso brindar: “Albricias, don Diego… que no has podido sembrar en mejor haza… yo tengo la solución ideal para tu anhelo…: mi hija María… joven y bella… educada estrictamente en los principios cristianos por las monjitas de Santa Clara… hecha a los modales de la corte… mano derecha de la virreina doña María de Toledo… y para mayor consideración… paisana…”. Don Diego Velázquez, el rudo capitán de aventureros, se puso de pie, tendió la mano a su amigo y paisano y con la mayor solemnidad que pudo darle a su voz, pronunció la sentencia: “Trato hecho”. Se anunciaron los esponsales y con el tiempo justo para que la novia preparara su ajuar se fijo la fecha de la boda. Los fastos del acontecimiento tuvieron lugar en la recién fundada ciudad de Baracoa, con interminables banquetes, vino a raudales de las tierras del Duero, fuegos de artificio y, dicen algunos cronistas, que dada afición del marido y del suegro, llegaron a correrse por las calles media docena de toros recién llegados de Cuéllar. Los esposos, impacientes por consumar su reciente y ampliamente festejado casamiento, se retiraron discretamente a gozar su luna de miel a un bohío bien guarnecido, aunque discreto y apartado. Pero, oh fatalidad, cuando apenas habían transcurridos seis días contados, llegaron a la ciudad las primeras y tristes nuevas de que la bella y joven esposa del gobernador había muerto de manera súbita a causa de un accidente que nunca fue aclarado. Por más que he buscado en cronicones y pliegos de la época, reconozco humildemente que movido por una curiosidad malsana, no he conseguido el menor detalle de aquel percance funesto. Únicamente en una reseña del dominico de las Casas he tenido una pequeña e increíble referencia: según el insigne cronista, detrás de la muerte de la pobre María, estaba la inescrutable mano del Señor que, cito textualmente: “quiso para sí aquella señora, porque dicen que era muy virtuosa, y quiso prevenirla con tan intempestiva muerte, por que quizá con el tiempo y la prosperidad no se trastornara”. Sin embargo, yo, que siempre he sido de natural escéptico ante los escritos de los frailes, tengo para mí que entre las posibles causas de la muerte de María no es descartable suponer que pereciera ante el ímpetu amatorio de don Diego que, hecho al fornicio salvaje con las hembras nativas, resultó excesivo para su frágil y virginal esposa cuellarana.

De resultas de aquel aciago e infortunado hecho, Cuéllar quedó privada de una gloriosa estirpe ultramarina que hubiera podido colmar sus crónicas de ilustres próceres y aristocráticas damas. De don Diego Velázquez no se tiene noticia de que volviera a intentar otra boda hasta que unos años más tarde murió en Santiago de Cuba, en la misma casona que aún se puede visitar, sin descendencia legítima a quien legar su colosal herencia, amasada según las malas lenguas, no siempre de la forma más transparente y honrada. Y en cuanto a don Cristóbal de Cuéllar, el contador, las noticias que se tienen son que todo lo que sacó en limpio de aquel negocio nupcial fue el importe de una puja que una tal Maria de Valenzuela, esposa de don Pánfilo de Narváez, el mayor adversario de Velázquez, ganó cuando salieron a subasta pública el ajuar y los bienes de la infeliz desposada.