| Por Pablo Quevedo Lázaro| |Foto: Gabriel Gómez |

Solo unos incautos pueden sentenciar que, para ser perfecta, una persona debe morir en el ruedo.

La temeraria afirmación hace alusión a unas palabras cruzadas entre el dramaturgo Ramón del Valle-Inclán y el torero Juan Belmonte. Según ha pasado a la historia, el escritor gallego debió de decir al sevillano algo así: A ti solo te falta morir en el ruedo”, a lo que el Pasmo de Triana respondió: “Se hará lo que se pueda, don Ramón”.

A Alejandro Valverde solo le falta morir sobre la bicicleta. Es una broma, toco madera y que Dios le espere en la gloria muchos años.

En la época del toreo que yo he vivido, son tres los maestros que me han levantado de mi asiento en la andanada del 5. Me pongo en pie y me santiguo para recitarlos: Antonio Chenel Antoñete, Curro Romero y Rafael de Paula.

En esta misma andanada del 5, junto a la Tumbacristos, he tenido la fortuna de compartir el sueño y la magia del toreo con otros dos maestros de la vida, Alfonso Rey y Pablo Bermúdez.

También fortuna, tal vez centímetros de fortuna, es la que tuvo el ciclista Alejandro Valverde en el accidente sufrido en esta Vuelta Ciclista a España, en uno de los momentos ya épicos del deporte español.

Supongo que a muchos españoles, como a mí, se nos erizó la piel cuando vimos arrancarse al gladiador murciano, como un toro bravo recién salido a la plaza, si se me permite la expresión, en el ascenso de un puerto en una de esas etapas duras de la ronda española.

Cuando Valverde se levantó del sillín y apretó los dientes para dejar atrás a los grandes del pelotón internacional, yo me levanté con él para empujarle con mi aliento.

Fueron unos pocos segundos, los que pasaron de un momento de gloria a otro de desesperación, cuando vi a Valverde caído sobre el asfalto, a unos centímetros de lo que me pareció un guardarraíles o quitamiedos.

Antoñete, Curro y Paula lograron erizarnos la piel en ciertos momentos de gloria, en segundos de gloria que hicieron parar el tiempo en los casos del sevillano y del gitano. Chenel fue distinto, fue el ordeno, paro, templo y mando que un solo mechón blanco lo hizo irrepetible.

Tras una cornada, el torero se levanta con el traje de luces ensangrentado y dispuesto a alcanzar la ansiada gloria sin más visión que la de una espada entre los ojos.

Valverde volvió a ponerse encima del sillín, aunque su cuerpo no tuvo las fuerzas suficientes para aguantar. La cornada era fuerte.

En este caso, la gloria tendrá que esperar. Pero llegará.