Estado actual de la calle la Pelota. | Foto: Nuria Pascual |

| Por Pablo Quevedo Senovilla |

Sólo tiene curiosidad y pasión por la naturaleza. Es lo que le mantiene ahora con unas pequeñas fuerzas, aguantando las nuevas tecnologías que invaden de CO2 este planeta herido.

Él quiere pasar el tiempo con el recuerdo de su adolescencia y, como pajarillo volandero, salta del nido decidido a volar, aunque no alto.

Las antiguas vivencias lo trasladan a los padres, los hermanos, los abuelos, los tíos, los primos, los amigos y los vecinos. Los abuelos no los conoció. No tuvo la suerte de aprender una parte de esas experiencias.

El escenario no puede ser otro, donde de puntillas corría las calles de cantos y piedras, llenas de barros y aguas turbias en los inviernos, así como polvo blanco o gris en los veranos.

En tiempos de hielo y nieve, se apreciaba un frío mortal en este pueblo entre murallas, iglesias románicas y mudéjares, castillo con barbacana, calles empinadas con fuentes y carámbanos colgados de tejas rojas en los aleros de los tejados.

Los hielos resbaladizos se dejaban caer por las calles sin aceras ni árboles. Todo estaba sombrío y en silencio. Había nevado unos días antes y sólo quedaba nieve en las sombras.

El cuerpo del adolescente, desamparado de ropas propias de abrigo, subía en el burro desde su casa en el atrio del Salvador hasta la calle de la Pelota, con un solo saco de albarda, para bajar la paja del pajar de la abuela Balbina.

Con 13 años, iba a entrenar con el equipo de fútbol en la explanada del castillo, que le pillaba cerca.

A esa edad, él ayudaba en casa cuidando las seis gallinas, un cerdo negro, el burro, que no tenía nombre, por ser de su tío Gregorio y de su madre, Vicenta, que heredaron con unas tierras de sus padres, Tomás y Balbina. Ellos seguían con la tradición de labrar las tierras, araban, sembraban, segaban, trillaban y limpiaban.

Otro vecino del pueblo, Juanito, también tenía alguna finca pequeña, así como solo un burro. Los juntaban de tal forma que podían hacer las labores por turnos.

Al llegar al campo de fútbol, el Pablo ataba el burro en un poste de madera, al lado de la iglesia de San Martín, donde su padre trabajaba, en concreto, en la vaquería de Cayo Minguela, que disponía de doce vacas dentro de la iglesia en ruinas.

Allí entrenaban los amigos con el señor Germán, que entendía mucho de este deporte. El Pablo, se colocaba las botas y el pantalón de deporte y a correr.

Los del equipo y reservas los componían un grupo de quince chavales que formaban Pacheco, Roberto, Rico, Eladiete, Alba, Dionisio el Cabo, Javier Valdivieso, Fernando Parra, Melquia, Pablo, Güidi, Joselillo, el Pollo, Eusebio y Piandola. También jugaban algunos chavales más jóvenes.

El equipo de fútbol tenía el nombre oficial de los Águilas Azules, aunque había quien lo denominaba los Aguiluchos Laguneros.

Un domingo jugaron con el Pedrajas de San Esteban, en el campo de fútbol del barrio de Corea, una zona de arena donde habían construido viviendas protegidas.

Salieron de Cuéllar once futbolistas y un árbitro, con dos taxis de Felipe y Valentín.

El Pablo iba en el taxi de Felipe, siendo Lito el que indicaba por dónde tenían que llegar al campo. En una calle de arena se quedó el coche hundido. Cinco jugadores y el árbitro tuvieron que empujar hasta sacarlo del atolladero.

El partido se celebró como estaba previsto, con un resultado final de 5-3. Después de jugar, todos se saludaron, a la espera del partido de vuelta.

La casa de la abuela Balbina en la calle La Pelota tenía lagar, dos cuadras, panera con bocino, corral, portal, sala con balcón, alcobas, cocina con lumbre de leña y lumbre de llama.

Tenía salida a la calle la Barrera, por donde sacaban el carro con la pareja de burros. También disponía de cochinera con cerdos, gallinas y gallos.

Otra de las dependencias era un cuarto donde depositaban las patatas para el año de los cuarteles del Henar. En el desván guardaban con trastos viejos y las uvas blancas y tintas tendidas por el suelo, que aguantaban el año para postre.

El tejado tenía una buhardilla desde la que se divisaba el castillo de los Duques de Alburquerque que en aquellos tiempos estaba lleno de presos comunes.

El fútbol y la casa de su abuela Balbina formaban una gran parte de la formación vital de aquel niño al que llamaban el Pablo.