| Por Pablo Quevedo Senovilla |
Un día leía un periódico, donde encontré este artículo de Javier Calvo, en el que hablaba sobre las vacaciones.
«Lo cercano, por inmediato, por próximo, ocasionalmente se convierte en indiferente. Es un error humano, comprensible, pero tiene un efecto contranatura, pernicioso, que lleva a dejar a un lado a aquello que consideramos cotidiano para buscar en la lejanía todo lo que nos saluda al despertar».
Mi hijo y el que mancha estas hojas volanderas hemos recorrido en la última década unos rincones segovianos trazados con acuarelas de colores rojizos, grises, verdes, caldera, canela, casel, sobre un cielo azul añil de Castilla.
Los viajes cortos, con cámara Canon, tablet Samsung, lápiz y papel, suponían el logro de una cultura hasta entonces desconocida para nosotros.
Jirones de historia, lo llama Gonzalo Perlado Martín, un viajero que pinta. Yo lo tengo grabado a fuego lento dentro del ordenador de mi cerebro, ya casi agotado, de 82 años, tras pisar sobre tierras secas y a veces húmedas, cada vez menos.
Elegí la naturaleza para darme el baño de vida sobre las esencias de la biodiversidad, aumentando mi cultura que, por distintos motivos, la posguerra y la pobreza familiar, este niño nacido en el año 1939 no encontró el camino deseado, quedándose huérfano de un aprendizaje caldoso y bien estructurado.
En el momento que me jubilé de mi actividad laboral y profesional, comenzaron las 24 horas libres; los días y las noches se me hacían cortos, buscando plantas y pájaros por senderos y caminos de bosques, riberas, lastras, laderas, páramos y castros. También conquistamos pueblos perdidos con restos de murallas de piedras viejas, con líquenes multicolores, iglesias de un románico asombroso, llenando mis ojos de pequeñas satisfacciones. Conseguimos alcanzar en lo alto de unos cortados de rocas anaranjadas las siluetas de buitres leonados planeando suavemente entre blancos alimoches, cornejas, grajos y grajillas con sus vestidos negros.
Avistar Cuéllar, mi pueblo, supone un laberinto, el recorrido entre calles empinadas llenas de tesoros de ladrillo mudéjar, un castillo impetuoso, iglesias y conventos, fuentes con lágrimas de cristal esperando su hora final en silencio. No faltan los muros tapizados con decenas de escudos heráldicos y los arcos ahora sin puertas utilizados años atrás para cerrar la ciudadela.
No esperen más. Merece la pena un recorrido por Cuéllar, donde lograr unas fotografías llenas de historia, colorido y belleza. En verano, es obligado visitar su patrimonio arquitectónico, así como la ribera del río Cega y pasear a la sombra de alisos, fresnos, abedules, sauces, avellanos, pinos laricios, pinos pinea, pinos resineros, chopos lombardos atrapados por verdes hiedras brillantes.
El entorno natural está lleno de matorrales, esparragueras, helechos, endrinos, bojs, zarzamoras, espinos majuelos, rosales silvestres o escaramujos, eneas o espadañas y plantas de una biodiversidad infinita.
Pueden encontrarse de cara unos corzos y apreciar la elegancia de estos animales dóciles y asustados que saltarán y correrán al verles por los senderos marcados. En las escasas aguas que en verano discurren por el río Cega con suerte podrán observar alguna trucha común preciosa. Un petirrojo será su acompañante en la senda, casi seguro.
De lo lejos llegará el sonido del canto de torcaces, rabilargos, arrendajos, carboneros, pinzones, mirlos, oropéndolas, reyezuelos, chochines, garrapinos y trepadores azules.
Miniaturas musicales en sus tribunas se comunicarán formando un coro de la mejor melodía y así completar una mañana con el tamborileo de un pico picapinos, único en extraer sonidos de la madera, como dice Carlos de Hita en su libro ‘El sonido de la naturaleza’.
Los meses de julio y agosto son de colores y sabores, pues desaparecen muchos ruidos del bosque. La naturaleza de sangre caliente duerme largas horas durante el mediodía. Los rayos solares se filtran en las arenas del mar de pinos, poniéndolas a excesiva temperatura. Los de sangre fría se alegran: hormigas, chicharras, saltamontes, grillos, cigarras, mariposas, garrapatas, gorgojos, abejas, avispas, alacranes, mantis, abejorros, escarabajos, lagartos, culebras, lagartijas y muchos más que no vemos, pero que ahí están escondidos.
Viajar cerca tiene su encanto. Para ello, sólo hay que mirar con buenos ojos.
Buen viaje.
Lo describes tan bien que tiene una la sensación de haber dado un largo paseo por esos entornos.