14.4 C
Cuéllar
sábado, 11 de mayo de 2024
- publicidad -
InicioEl MiradorEl asno de latón

El asno de latón

José Luis Coronado junto a Luis Sanz ‘Chanh’.
|Por José Luis G. Coronado| 

Esta mañana, como cada día en este retiro de anacoreta en el que estoy recluido por las pandemias, tanto la viral como la existencial, he dado inicio a mis actividades enchufándome a la red para mirar las novedades de la prensa. Siempre empiezo por esCuellar, antes de zambullirme en el lodazal de la canallesca. He visto los obituarios por Felipe Suárez, cuya muerte he sentido, y del que guardo un recuerdo tan entrañable como lo fue nuestra amistad en vida. Descanse en paz. Pero justo al lado, había una foto que me ha encendido las pajarillas: Pablo Quevedo Lázaro, había enviado un artículo y eso era un motivo bastante para alegrarme el día.

Con la discreción que requería el caso he seguido muy de cerca su pelea con ese morlaco veleto y cabrón que le tenía acorralado en el burladero. Por eso cuando he leído de su puño y letra que había pasado el Rubicón y ya estaba dispuesto a hacerle la faena en los medios a ese toro de la enfermedad maldita, por muy avisado y malencarado que estuviera, he sentido una de las grandes alegrías de mi vida. Pablo, de sobra sabes lo mucho que te quiero, tanto a ti como a tu compadre Alfonso, y ya solo te deseo que vayas acortando la faena y de un certero volapié mandes a ese cinqueño zaino al desolladero.

Pero en medio del artículo, con el tacto y la elegancia que son consustanciales a Pablo Quevedo, hace referencia a una afrenta que Apuleyo Soto, un pretendido Verlaine de Cozuelos de Fuentidueña que no llega en realidad más que a poetastro menor de corta y pega, infringe a nuestro común amigo Luis Sanz, éste sí, poeta de verdad de grandes vuelos. He pedido información adicional y he comprobado que, en efecto, en el texto de un libro sobre el río Cega que ha publicado ese pretendido dandy de escasos uno sesenta, intenta ridiculizar por su aspecto a Luis Sanz, mientras tomábamos unos vinos en Las Bolas de Cuéllar. Y me he sentido concernido porque fui yo mismo quien había propiciado el encuentro.

Durante el par de años o poco más que duró mi relación personal con Apuleyo Soto, él estuvo en la presentación de un libro mío en la biblioteca de El Molar y yo en la de uno suyo en una sala de cultura de Manzanares el Real. Fue por esas fechas cuando el cronista oficial de Braojos, que se pasa por el forro la tragedia que se cuenta de ese pueblo en Los girasoles ciegos, me habló de un proyecto que tenía de escribir un libro sobre el río Cega. Yo le mostré mi mejor disposición para echarle una mano en lo que hiciera referencia al río en su tramo de Cuéllar. Y ahí me tenéis, llevándole a Cuéllar y presentándole a las personas que a mi entender eran las que mejor podían informarle sobre el Cega y su ribera. No doy aquí sus nombres porque son personas discretas y no quisiera que, sin su permiso, se vean mezcladas en este episodio de bajeza extrema que después ha mostrado en su libro esté pequeño gorrón de vía estrecha. Digo gorrón porque tanto en los bastantes vinos que tomamos por Echegaray como en el posterior cocido de encargo que tuvo a bien compartir en La Dehesa, en ningún momento hizo el menor ademán de echarse mano a la cartera. Más bien daba a entender que le debíamos el homenaje como si se tratara del mismísimo Camilo José Cela.

En cuanto al río, ninguna muestra de intención de acercarse a la ribera. Pero eso sí, cuando el libro sale con ese acopio de documentación, se permite menospreciar a quienes le trataron a cuerpo de rey poco menos que como unos palurdos de Cuéllar. ¿Un tipo de Nueva York? Qué va, un hidalguillo de guiñol natural del insigne lugar de Cozuelos de Fuentidueña. A Luis Sanz, el de la etérea figura, el que se embriaga con licor de nenúfar y dice misas negras en los altares de Ciorán, de León Felipe y del mismísimo Belcebú que se apareciera, el menosprecio no le hecho la menor mella principalmente por venir de quien viene, un presunto y fallido adalid de las letras.

Y aquí cerraría ya mi intervención en este tema, que nadie me ha pedido, y volvería a la penumbra de mi cueva a ver desfilar las sombras por la pared que, según nos dejó dicho Platón, es la forma ideal para mantenerse en el mundo de las ideas. Pero precisamente porque apenas salgo a la luz, hoy, que me he permitido hacerlo, voy a darme una vuelta completa y voy a contar la historia qué me pasó con Apuleyo Soto y que supuso el que le tachara de mi vida como al personaje de La casa de los siete balcones de Casona.

Un día me llamó por teléfono para proponerme que le acompañara a un homenaje que se le iba a rendir a don Antonio Machado en Segovia y sabedor de que yo ya no conducía me llevaría en su coche. Acepté encantado. Don Antonio Machado ha sido siempre para mí una de las cumbres de la honestidad intelectual y del talento poético. El sitio de reunión era la casa donde había estado de pensión don Antonio, que fue hace tiempo adquirida por el ayuntamiento y convertida en museo. Conté los asistentes y seríamos unos veinticinco o treinta. No conocía a nadie y era llamativa la no asistencia de representación de las entidades culturales de la ciudad. En fin, nos dejaron en el jardín, alguien nos dirigió una breve alocución y nos hizo posar para hacer una foto. Curiosamente, a la hora de la comida ya había copia de esa foto para todos, que nos fue entregada previo pago. El acto segundo era en San Quirce donde se abrió un turno de intervenciones que resultaron en su totalidad flojas y anodinas, incluida la mía, en la que quise resaltar la gran importancia de la prosa de don Antonio, principalmente en Los Complementarios.

El acto central parecía estar en una comida que se celebró en un salón de Duque, apartado del restaurante, en una de las callejuelas de la parte vieja. Y el menú prometía: sopa castellana, cochinillo y ponche segoviano. El vino, de Valtiendas. Lástima que tuviera que abandonar el salón cuando apenas había tomado la mitad de la sopa. El personal se había quitado la careta y desde el presunto organizador, que tomó la palabra el primero, hasta que pude aguantar, aquello era un aquelarre de invectivas contra don Antonio tachándole de comunista y poeta mediocre y un ensalzamiento de su hermano Manuel, ejemplo de excelso escritor y de patriota. Allí se repitieron los insultos acuñados por el gineceo de doña Concha Espina que tildaban a don Antonio de fumador empedernido, onanista, putero y un absoluto desastre indumentario. En resumen, aquello era un conciliábulo de nostálgicos franquistas, falangistas en gran parte, tirando al blanco sobre la memoria de don Antonio y ensalzando por contraposición la figura de su hermano Manuel, la Poesía y la Patria. El tiempo que pasó entre que me salí a la calle y ellos aparecieron finalizado el acto lo pasé buscando el epíteto más hiriente que fuera capaz de espetarles y di con él: ¡Abyectos!

Ya había decidido volver a casa por mi cuenta y, cuando apenas me había alejado cincuenta metros de aquella caterva envalentonada después de su ejercicio procaz de acuchillar la decencia, una pareja me llamó por mi nombre y me volví. Eran una señora mayor del brazo de un hombre que debía rondar la cincuentena. Se presentaron: eran sobrinos de Antonio y Manuel Machado, ella hija de José, el tercero de los cinco hermanos y él hijo de ella. Me saludaron cordialmente, agradeciéndome mi intervención, y me aseguraron que les había pasado como a mí, que habían acudido engañados. Pero lo que me dejó estupefacto fue que ella me había reconocido de una reunión con exiliados españoles que tuve en la editorial Orbe de Santiago de Chile en un viaje que hice en el 72 durante el gobierno socialista de Salvador Allende. Nos cambiamos los teléfonos y de aquella conjura maliciosa a la que habíamos acudido engañados, salió una hermosa relación que algún día prometo contaros. El colofón a esta historia lo pusieron los Machado, que antes de despedirse me dijeron sonriendo: “Nos han hecho pagar escrupulosamente el escote de la comida a la que, en teoría, habíamos sido invitados”.

Camino de la estación de autobuses para tomar el de Cuéllar y pasar allí la noche hasta que, por la mañana, Concha me recogiera, iba pensando en las rémoras que quedaban, y todavía quedan, de aquella carcundia cultural heredera del fascismo. Cuando murió el dictador, alguien tiró de la cadena, pero se olvidaron de pasar la escobilla y las zurraspas que se quedaron pegadas todavía siguen ahí. No hay manera humana de terminar con ellas.

Y para acabar, una última reflexión sobre quienes tuvieron la ocurrencia de bautizar con el nombre de Apuleyo a este remedo de intelectual de cuento. Sin duda lo hicieron pensando en El asno de oro, pero el destino tan solo les complació a medias. Acertaron plenamente con lo de asno, pero en cuanto a lo del oro no pasó la cosa de una carcasa de latón mocido, cada vez más envilecido por el tiempo.

Artículos Relacionados
publicidad

Hemeroteca

Generic selectors
Exact matches only
Search in title
Search in content
Post Type Selectors

Suscríbete a nuestra newsletter

Suscripción
publicidad
  • mayo, 2024

publicidad

De Interés

Cultural y deportiva

Farmacias de guardia

De productos y servicios

Esquelas

X